Hablar del Ramiro de Maeztu es sinónimo de baloncesto en estado puro. Nacho Azofra, el niño que creció en el Ramiro, correteando por sus pasillos y dando sus primeros botes con el balón, también soñaba en convertirse en jugador del equipo de su colegio. No abandonó su pasión por las canastas y pasó muchos recreos de su juventud jugando en las pistas de minibasket antes de convertirse en un emblema en la historia del Estudiantes. Azofra, prototipo del jugón madrileño, puro descaro y alejado del cliché de deportista profesional, protagonizó los años más gloriosos del Estudiantes. El base madrileño, máximo exponente del verso libre en la pista, ha llevado las riendas del equipo estudiantil a lo largo de 16 temporadas alcanzando grandes éxitos y remando en los momentos más duros de la existencia de un club histórico.

A las órdenes de Miguel Ángel Martín y Pepu Hernández, el club de la calle Serrano apostó decididamente por crecer. La mudanza al gigantesco Palacio de los Deportes y la irrupción de una generación de talentos jóvenes y sobradamente preparados supusieron una revolución para un equipo que parecía haber alcanzado su tope en el parquet del Antonio Magariños. Bajo el liderazgo de Nacho Azofra, los Antúnez, Alfonso Reyes, Alberto Herreros, Paco García y los hermanos Martínez llegaban a primer equipo dispuestos a ofrecer muchas tardes de gloria al equipo colegial.

Azofra trajo una bocanada de aire fresco en la posición de base para el baloncesto español de los 90. Inclasificable, irreverente y descarado, el anárquico juego del base madrileño se convertía en arriesgada apuesta frente al basket control que colonizaba el panorama baloncestista europeo. Nacho era un base que dirigía correctamente, esforzado en tareas defensivas y con una visión de juego más que correcta, convirtiendo la improvisación en su mayor virtud. La grada gozaba con sus asistencias imposibles, un triple en transición sin ningún compañero al rebote o una penetración zigzagueante entre los gigantes que poblaban la zona.

Nacho, el más listo de la clase, disfrutaba junto a los aficionados más irreductibles de las celebraciones en la fuente de los Delfines tras ganar la Copa del Rey y aún más con la increíble clasificación para la Final Four de Estambul. Un tipo inconformista que hizo un paréntesis de dos temporadas en el Caja San Fernando cuando se torcieron las negociaciones para renovar con el club de su vida. El primer «torero» que salía del vestuario a los gritos de la «Demencia» para celebrar las victorias frente al eterno rival. El veterano maestro que tuteló con mimo al «Chacho» Rodríguez, la perla canaria en el que veía a su más cualificado aprendiz.

Tras alcanzar innumerables registros históricos como jugador en la ACB, en mayo del 2006 resulta anecdótico que Nacho disputara precisamente en el Martín Carpena sus últimos minutos enfundado en la camiseta del Estudiantes aportando 4 puntos y 7 asistencias. En un emotivo y festivo homenaje, se cortó la coleta como jugador en septiembre de 2007 en el legendario pabellón Magariños rodeado de quienes más lo disfrutaron: compañeros y aficionados del Estu. Fue la despedida de un ídolo, un genio, un hombre que ha marcado con un carisma especial su carrera deportiva, que siempre ha entendido el baloncesto como un juego, como una diversión, más allá de resultados y que aún es un símbolo para toda la masa social del equipo madrileño.

La peque-columna

¿Sabes que el Estudiantes ganó sus dos últimas Copas del Rey con Nacho Azofra?