Siete de la mañana. La pintura fresca y sutil. Sofía Loren oye los restos de la música y espera el ascensor. En el rellano del hotel, el Pez Espada, se cruza con francesas de terciopelo magníficamente derruidas contra los sillones. El paso de la reina frente a su corte de maniquíes. Pocas horas antes, bullía la seda y los giros de cadera, la caravana fina de Nina Ricci, con todo su derroche, mientras la actriz, dos pisos más arriba, se tapaba los ojos con un antifaz.

La escena parece grabada en los mejores negativos de Montecarlo, pero ocurrió en la provincia, a pocos pasos de los estampados con lunares y la guitarra española. En 1971, Torremolinos bien podía ser París, al menos durante la agitación de los días de septiembre, en los que a la fiebre de los turistas se añadía un nuevo espectáculo de tinta delicada, la presentación de alta costura de la casa Ricci, algo por lo que hoy suspiraría Cibeles, pero que en aquellos años , quién lo diría, se deslizaba con soltura por la pasarela arenosa y flamenca de la Costa del Sol.

En aquella edición, hacía, además, apenas unos meses de la muerte de la modista. Su mano derecha, André Favel, se movía en el escenario como un pájaro sobre el reflejo de una estatua, hecho de iridiscencias y de afectación, warholiano y ligero, parloteando en francés. Junto a él, el traductor Enrique Puig y una comitiva de jóvenes con ojos de colores y piel blanquecina, entregados al arte palaciego de repartir perfumes entre el público, como faunos disciplinados y complacientes. Un despliegue de los que sacaban el aire a las modelos y a los diseñadores, con el vértigo del estreno macerándose a los pies de la pasarela, aunque con un invitado extraño, alejado de las gárgolas y las ojeras francesas; la presentación de la temporada de otoño, de Ricci, con el repique del Mediterráneo y la vecindad del bañador.

Quién lo iba a decir. A principios de los setenta, la moda española no se pavoneaba sobre el orgullo de la Gran Vía ni del Paseo de Gracia; la presencia de los famosos había desplazado los focos a la provincia, cada vez más acostumbrada a mezclar sus aires esenciales con los satenes y potingues de la gente cool. El Pez Espada convertido en una sucursal de Milán, con lo que eso significaba para un país amortajado y triste, destejido a la medida del pantalón militar.

Rumbo a Torremolinos. Los camiones de la marca Ricci enfilaban hacia el hotel. Mientras el mar abofeteaba las barcas de los pescadores, se escuchaba el látigo de la tela a la carrera. Sofía Loren observaba distraída desde una de las ventanas de su habitación. Desde ahí, seguramente, vio acercarse la tartana de los grandes apellidos, una procesión incesante de ricachones venidos desde todas partes de España, al estilo dominguero, pero con joyas en lugar de cantimploras y filetes empanados; hacendados, hombres de negocios, faranduleros, aristócratas, privilegiados del régimen, todos camino de Torremolinos, olfateando el fantasma del refinamiento y de la modernidad.

De la pasarela a la noche. Afrancesarse siempre tuvo un precio, y mucho más cuando se trata de alta costura. En aquellas noches, el cubierto del hotel Pez Espada costaba tanto como dejarse la piel en el andamio durante un mes; 1.250 de las soberanas pesetas, invertidas con gracia por las señoras a cambio de sentirse cerca de la aureola de París. Las crónicas hablaban de mangas murciélago, boinas, cachemir, pero también de la extrañeza del escenario. Aquel Torremolinos podía ser muy chic, aunque no tanto como para atildarse las veinticuatro horas con el sibaritismo de la Costa Azul. Sobre todo, después del desfile, que era precisamente lo que suscitaba mayor curiosidad. La prensa quería saber si la provincia seguía siendo igual de pimpolla detrás de las bambalinas, si había menos espetos que estuches de fin de semana, más rudeza que carmín.

Los franceses, sin embargo, estaban encantados con la duda. En la pasarela, saludaba Gerard Pipàrt, también Jacques Le Brigand, el famoso sombrerero, pero el resto del equipo se mezclaba al final del espectáculo con el señorío del público y disparataba por los tablaos y los bares yeyé. Un ejército con rasgos de porcelana a punto de venirse abajo frente a la luz del amanecer, derrotado por la noche de la Costa del Sol, justo en el momento en el que Sofía Loren se escabullía por el vestíbulo del hotel.