Reflexión

"La pandemia es la primera cosa real que nos ocurre en mucho tiempo y por eso parece un sueño"

Entrevista al filósofo, ensayista y escritor Santiago Alba Rico, que participará el 10 de febrero en La Térmica en el encuentro virtual titulado "¿Qué futuro tras tiempos de pandemia?"

Una imagen de archivo del pensador madrileño Santiago Alba Rico.

Una imagen de archivo del pensador madrileño Santiago Alba Rico. / m j fernández. málaga

M. J. Fernández

La reciente crisis sanitaria y las carencias que ha puesto de manifiesto significan que tenemos un sistema más frágil de lo que pensábamos, ¿verdad?

Mucho más frágil y en dos direcciones. Por un lado, las políticas neoliberales de privatización y desmantelamiento de la sanidad pública de los últimos años han revelado hasta qué punto los españoles estábamos mucho menos protegidos de lo que creíamos. Por otro, en un sentido más global, hemos descubierto, como a la luz de un relámpago, la fragilidad de un sistema que, en última instancia, depende de los cuerpos, que son naturalmente frágiles. Durante años nuestro sistema económico ha generado la ilusión de que se reproducía al margen de los cuerpos, sin cuerpos, y la pandemia ha sido, por eso, una tremenda bofetada de realidad. Hemos descubierto, de alguna forma, el límite más radical del capitalismo: la muerte, con la que hay que contar siempre.

¿Qué dificultades genera la contradicción entre movimiento e inmovilidad que ha originado la pandemia?

Esa contradicción siempre ha estado presente en nuestras vidas. Las mercancías, las noticias, las operaciones financieras, los turistas, se movían a toda velocidad y sin obstáculos mientras que los más pobres, los inmigrantes, los refugiados, se quedaban enganchados en las fronteras y, por eso mismo, se quedaban enganchados en sus cuerpos. El que se mueve tiene menos cuerpo que el que no se mueve. Así que el capitalismo neoliberal necesita decidir en todo momento quién se mueve y quién no se mueve; a quien da cuerpo y a quien no. La pandemia ha obligado a parar –es decir, a corporeizar– parte de ese movimiento. La solución a esta contradicción, en el marco de la crisis, ha sido tecnológica. ¿Dónde podemos estar inmóviles y sin cuerpo? En la tecnología. Por eso el confinamiento ha sido, entre otras cosas, un negocio para las grandes empresas tecnológicas. Veníamos, por así decirlo, de un confinamiento tecnológico que podía conciliar movimiento e inmovilidad y que ahora se ha cerrado sobre sí mismo.

Usted considera que los bárbaros de nuestra civilización no están en el exterior, ¿a qué se refiere?

Quiero decir que ya no hay ningún exterior. Y eso implica dos cosas. La primera que, al contrario que los cristianos de los siglos IV y V en una crisis de la civilización parecida, no podemos huir ni al desierto ni a la montaña. Pero también implica que no podemos ser salvados desde fuera, según el modelo clásico de la decadencia y renovación de las civilizaciones. Nuestros bárbaros están dentro y no son humanos: son pandemias y catástrofes climáticas, que van a jugar, por cierto, un papel muy parecido al del terrorismo en términos de gobernanza global. Frente a la catástrofe estructural habrá que tomar permanentes medidas de excepción.

¿Cómo cree que será la sociedad en un futuro tras la obligada revisión o modificación de nuestros modelos de gestión impuesta por la pandemia?

No me atrevo a hacer predicciones. Me limito a expresar mis temores. Si no comprendemos que la defensa de la vida es indisociable de la defensa de la democracia, el mundo post-pandemia ahondará el proceso de desdemocratización global ya iniciado antes de la amenaza de la Covid-19.

Reside desde hace varios años fuera de España, en Túnez, ¿qué diferencias aprecia sobre el tratamiento de la pandemia en este país y, en general, entre el mundo occidental y el árabe?

Pocas. La pandemia ha universalizado comportamientos y medidas. La humanidad ha sido traumáticamente globalizada de un golpe. La diferencia estriba en que la población del norte de África es mucho más joven y, a cambio, sus sistemas de salud mucho más frágiles.

En una sociedad en la que cada vez es más difícil marcar los límites entre ficción y realidad, ¿cree que la pandemia ha vuelto a demostrar, una vez más, que la realidad supera la ficción?

Ocurre, sobre todo, que la realidad, cuando nos pone en contacto colectivo con la muerte, parece una ficción. No nos parece real. Entre otras cosas porque, como he dicho antes, nuestras sociedades occidentales no estaban preparadas para asumir esta repentina fragilidad. La pandemia es la primera cosa real que nos ocurre en mucho tiempo y por eso nos parece un sueño.

Las nuevas restricciones originadas por la crisis sanitaria, ¿agrandarán todavía más las distancias y la tendencia a la reducción del contacto personal?

Ya ha ocurrido. Cuando vemos fumar al protagonista de una película nos quedamos sorprendidos, pero no sentimos ganas de fumar: lo vemos en la distancia, como otro mundo ya irrecuperable. Cuando estos días vemos en una película muchas personas juntas y sin mascarilla en una habitación o en una plaza, sentimos una sacudida de extrañeza y casi de amenaza. Todas nuestras películas, en este sentido, nos hablan del pasado. Es sin duda bueno que no recuperemos ese mundo en el que los médicos fumaban en el quirófano, pero no lo es que renunciemos a ese otro –el de ayer mismo– en el que nos tocábamos sin miedo ni desconfianza. «Perdida nuestra verdadera naturaleza, todo es nuestra verdadera naturaleza», decía Pascal. Los humanos nos acostumbramos a todo. Confío en que el impulso de tocar sea más imperativo y más verdaderamente natural que el de fumar.

En muchas de sus publicaciones ha puesto especial interés en la información tóxica, en los bulos y las noticias falsas, ¿cómo se pueden combatir?

Siempre ha habido bulos y fakes, sobre todo en períodos de crisis, pandemias o amenaza; y se han difundido a velocidad vertiginosa sin necesidad de internet. Pero su medio de vida es la ausencia de marcos de credibilidad compartida, como la ausencia de oxígeno es el medio de algunas bacterias. Creo que si nuestros políticos y nuestros periodistas no se convirtieran en difusores voluntarios de bulos partidistas y en ventajistas fabricantes de fakes en el espacio público -incluido el Parlamento- podríamos permitirnos tener unas cuantas bacterias en el aire enrarecido de las redes. Es la corrupción del espacio público la que hace creíbles los hechos alternativos. Y esa corrupción es responsabilidad de los que tienen un acceso privilegiado a él.

¿Cree que esa desinformación es la que sustenta a los negacionistas del COVID?

Los negacionistas se sustentan, en realidad, en la desconfianza, a veces razonable, hacia el sistema, sus instituciones y sus saberes; y en la necesidad de construir un mundo común alternativo a éste, en el que todo el mundo, según ellos, viviría aislado y engañado. En periodos de crisis ocurre con frecuencia que el escepticismo se convierte en nihilismo; y el nihilismo en credulidad. Cuando ya no creemos en nada, podemos creer en cualquier cosa, por disparatada que sea, incluso en la planitud de la Tierra. El negacionismo tiene un efecto analgésico y ansiolítico: conjura una amenaza incontrolable y real y se inventa un falso culpable concreto y manejable. Preferimos creer en los monstruos que en el azar. Es un mecanismo de defensa tan peligroso como banal.