Historias irrepetible

El frío alimenta al tejón

El ciclista francés Bernard Hinault logró en 1980 un histórico triunfo en la Lieja-Bastogne-Lieja bajo un infernal temporal de nieve y frío que llevó a la retirada al noventa por ciento de los corredores que tomaron la salida

Bernard Hinault, en su cabalgada en solitario bajo la nieve.

Bernard Hinault, en su cabalgada en solitario bajo la nieve. / La Opinión

Juan Carlos Álvarez

Para muchos resultaba extraño ver a Bernard Hinault aquella desagradable mañana del 24 de abril de 1980 preparado para tomar la salida en Lieja. El corredor bretón poco tenía que ver con el que tres años se había apuntado el primer triunfo de su vida en «la doyenne» (La Decana), la prueba nacida en 1892 y que atravesaba el corazón de Las Ardenas superando a su paso una colección de «muros» que en ocasiones obligaban a echar pie a tierra a los corredores. 260 kilómetros imprevisibles a causa de la dureza de la carrera y lo incierto del tiempo. Desde su anterior victoria en 1977, con solo 23 años, la vida y carrera había cambiado por completo para Hinault. Sus victorias en el Tour de Francia de los dos años anteriores y de la Vuelta a España de 1978 le convirtieron en una gran estrella cuyo horizonte estaba en igualarse con los grandes mitos de la historia del ciclismo. Las clásicas de primavera eran un buen lugar en el que foguearse, adquirir ritmo de competición y adaptar el cuerpo a los largos kilometrajes. Y mucho menos en aquel año. Esa temporada «el tejón» tenía previsto probarse también en el Giro y a final de año el Mundial se disputaba en Francia, otro interesante aliciente para él. Había demasiadas fechas marcadas en rojo en su extenso calendario por lo que aquellas clásicas no suponían una prioridad. Eso quedaba para los jóvenes meritorios, para los clásicomanos puros como Giuseppe Saronni o para el regimiento de holandeses y belgas que se jugaban buena parte de la temporada allí y que se desenvolvían a las mil maravillas por aquellos escenarios. Pese a todo Hinault había firmado buenos resultados, siempre entre los cinco primeros, en la Amstel Gold Race, la ParísRoubaix y en la Flecha Valona donde había dejado una de esas sentencias tan personales: «En Lieja no seré el segundo».

El irascible Hinault torció el gesto al comprobar que el día había amanecido frío y lluvioso en Lieja. Solo tres días antes Saronni se había apuntado no muy lejos de allí la Flecha Valona bajo un sol de justicia y una temperatura agradable. El radical cambio de tiempo cogió por sorpresa a casi todo el pelotón e inquietó especialmente a Hinault. Muchos Tours de Francia se habían frustrado a lo largo de la historia por una gripe inoportuna o simplemente mal curada. La gloria que suponía para la mayor parte de los corredores una victoria en las clásicas de primavera no era más que un renglón secundario en el deslumbrante palmarés que el francés ya lucía a los 26 años. Y quedaban muchas carreras grandes por conquistar. Sus piernas debían rendir en las calurosas tardes de verano y no en el frío del norte de Europa. La cosa se puso peor cuando a los cinco kilómetros de dar la salida comenzó a nevar sobre los ciclistas y poco después, en Sprimont, comenzó el terrible temporal que convertiría la carrera en una prueba de supervivencia. Los corredores se abrigaban con todo lo que podían mientras caían los kilómetros y quien y quien menos comenzaba a pensar en el lugar en el que echaría el pie a tierra en busca de una ducha caliente. Hinault también lo consideró. Los intercambios de impresiones con Cyrille Guimard, el todopoderoso patrón del Renault, fueron constantes. En un principio habían acordado que en el siguiente avituallamiento, donde ya le esperaban los auxiliares, dejaría la prueba. En las primeras dos horas de carrera se habían ido casi cien corredores para casa e Hinault tenía claro que su sitio estaba lejos de aquella carretera infernal. Pero el infinito orgullo del francés – uno de sus grandes patrimonios, casi tanto como sus piernas–, se haría más evidente que nunca ese día. Consciente de su liderazgo y de las condiciones en las que se estaba corriendo, se sintió en la obligación de no dejar la carrera mientras siguiese en ella alguno de sus compañeros de equipo. Si ellos sufrían, él también tendría que hacerlo. Cuando observó en medio del destartalado grupo de resistentes a Marcel Le Guilloux tuvo claro que aún no había llegado el momento de subirse al coche. «Un capitán debe ser el último en abandonar» diría horas después mientras se recuperaba del esfuerzo agarrado a un café caliente. Los belgas Pevenage y Peeters, dos grandes especialistas en pruebas de un día, marchaban por delante cuando la carrera ya había atravesado su ecuador aunque restaba por atravesar la parte más dura del recorrido. En Stockeu, otro de los muros de la prueba, la carrera dio un vuelco inesperado. Hinault, en uno de sus arrebatos de coraje decidió marcharse del grupo, como si su instinto depredador le impidiese quedarse escondido en medio de un grupo que se deshacía por momentos. Contini y Lubberding se fueron tras él, pero apenas pudieron seguirle unos kilómetros. En la siguiente ascensión se descolgaron incapaces de seguir su estela e Hinault se lanzó entonces a por los dos escapados que sufrían por delante para mantener el ritmo. En Haute Levée, otro de los «muros», les alcanzó y dejó tirados como muñecos de trapo. Le separaban de la meta ochenta kilómetros que se aventura a hacer en solitario. Una locura en esas condiciones. Su ataque, furioso y descontrolado, se había hecho con el corazón, sin medir distancias ni riesgos. Pero Hinault era de los que no dudaban. Cuando tomaba una decisión iba con ella hasta sus últimas consecuencias.

Por detrás de él la carrera era una procesión de cuerpos maltratados que intentaban agarrarse como podían a las bicicletas con los músculos entumecidos y las articulaciones bloqueadas por el frío. Su estado no era muy diferente del de Hinault, pero la ventaja del bretón era su infinita clase y ese coraje que nadie sabía de donde sacaba. «Si ellos pueden soportarlo, yo también» se repetía en medio de un temporal de nieve, agua y viento que no le dio una mínima concesión hasta Lieja. Había tomado la determinación de que la mejor manera de mantenerse caliente era pedalear con toda la energía y no limitarse a descontar kilómetros en medio del grupo. Hinault resistió al frío, al dolor de sus piernas y al desgaste psicológico que supuso estar solo durante más de dos horas expuesto siempre a aquellas condiciones. En las calles de la ciudad belga el sol asomó levemente para saludar el triunfo del «caimán», un guiño simpático para cerrar la jornada. Hinault cruzó la línea de meta sin fuerza para mostrar la mínima alegría por un triunfo condenado a la leyenda, que le había llevado al límite de su resistencia física y mental. Cuando recuperó el habla, mucho después, se definió como «un autómata perdido en una ruta siniestra. Solo pensaba en la agonía de mi cuerpo maltrecho y helado por el frío». Saronni, que se había retirado al comienzo de la jornada, se empeñó en que le llevasen a la meta solo para felicitarle con entusiasmo, asombrado ante su demostración de clase y valentía. Nueve minutos después llegó el segundo clasificado, el belga Kuiper. Tras él un rosario de ciclistas, de héroes desnortados, extenuados, un paisaje que más correspondía a una batalla que a una simple carrera ciclista Aquella mañana salieron de Lieja casi doscientos corredores y solo 21 fueron capaces de completar el recorrido. Las consecuencias de la Lieja-Bastogne-Lieja de 1980 tuvieron más consecuencia para Hinault que no recuperó la movilidad de sus dedos del todo hasta tres semanas después. Y contaba el francés que la sensibilidad en sus manos nunca volvió a ser la misma. Igual que la clásica, unida para siempre a la exhibición de un ciclista que se atrevió a desafiar a la lógica y al cielo. Aquella temporada Hinault ganaría el Giro de Italia y el Tour se le escapó debido a unos problemas en la rodilla que le obligaron a retirarse. El año acababa en el Mundial que se corría en casa, en Sallanches, una prueba condicionada por la lluvia y el frío. Otra prueba de resistencia en la que Hinault dejó sin aliento a todos sus corredores. Su cuerpo aún tenía reciente la nieve de Lieja. Si nadie le pudo frenar aquel día, mucho menos iba a suceder ante sus paisanos. Aquello para él se convirtió en un trámite, en una demolición de sus rivales.

Suscríbete para seguir leyendo