Mirando atrás
Antonia Ramírez: un siglo de entrega
La malagueña Antonia Ramírez Jiménez (1921) acaba de celebrar con su familia los cien años. Fue enfermera casi una década en el Sanatorio Lazárraga y ha dedicado su vida a atender a los demás. En la actualidad cuida de su hermano Carlos, 19 años más joven que ella
El doctor don José Gálvez Ginachero la trajo al mundo en el Hospital Civil el 4 de octubre de 1921. Hace unos días, vecinos y familiares se reunieron en un amplio local junto al barrio de Santa Rosa, en el Camino de Antequera, para homenajearla por su 100 cumpleaños, un aniversario al que Antonia Ramírez Jiménez resta importancia: «¿Por qué me hacen tantas fotos?», se pregunta sorprendida, al tiempo que se acicala para el fotógrafo.
La suya ha sido una vida volcada en servir a los demás y durante su infancia y adolescencia, ligada a algunas de las históricas fincas que rodeaban Málaga, como Santa Tecla, en Churriana, donde pasó su niñez con sus padres, Antonio y Dolores.
Estudió en un colegio de la Colonia de Santa Inés y en otro de la calle Soliva, en el Camino de Antequera. La Guerra Civil le sorprendió en la finca de la Barriga o Barriguilla. «Mi padre la tenía arrendada y también tenía a hombres trabajando para que le ayudaran», comenta.
Fue él quien decidió que la familia no se moviera de allí durante la guerra. «Mi padre hizo un refugio porque cuando venían los aviones los barcos tiraban mucho. Cuando se sentían las campanas y las sirenas de los barcos, cogía a mis hermanos más chicos y me metía dentro con ellos». La familia salió adelante gracias a las cabras que criaba el progenitor: vendía la leche en el Centro y en el Hospital Civil. «Eso fue antes de la guerra y durante la guerra. Otra cosa no había», subraya Antonia.
Cuando terminó la contienda, se marchó con los suyos a unos portales del Carril del Capitán y más tarde a La Trinidad, a la calle Jorge Juan.
En la posguerra ayudó en casa, donde ya eran ocho hermanos y también «trabajando en casas, en almacenes de pasas y cosiendo». En calle Cerrojo, además, estuvo empleada en un almacén de carne de membrillo: «Los llevaban cocidos y los teníamos que partir, nada más», describe.
El Sanatorio
Fue un vecino de la calle Jorge Juan quien le animó a irse a trabajar a un sanatorio con él, el del doctor José Lazárraga, cerca del Cuartel de Segalerva. En un principio trabajó en la cocina, pero sólo unos días, porque pidió el cambio y se convirtió en enfermera. «Estuve allí nueve años, hasta que cerró», cuenta.
Además de a José Lazárraga, Antonia recuerda entre otros a Ricardo Rivera, Francisco Eloy y Horacio Oliva, «un señor muy amable, muy buena persona y muy buen cirujano», cuenta de él.
Precisamente, el doctor Horacio Oliva le pidió que le ayudara en una operación, en la que tenían que amputar la pierna a una mujer. «Me dijo que cogiera la pierna, pero en cuanto sentí la sierra me mareé. Don Horacio dijo, ‘¡esta niña, esta niña!’, para que me cogieran y me quedé con la pierna en la mano», recuerda.
Como destaca, entró a trabajar en este bonito sanatorio de dos pisos y diez habitaciones para pacientes «de pago y de seguro», sin experiencia alguna como enfermera. «Me encargaba de los termómetros, la comida, la cama, el orinal, las pastillas cuando había que dárselas y que eran aspirinas... esas cosas», cuenta.
En una ocasión, atendió el teléfono y escuchó una de las voces más famosas de España, la de Antonio Molina, que preguntaba por su padre, que había acudido al sanatorio a operarse de una hernia.
Con la clausura del sanatorio la malagueña pasó a un taller de costura, con el deseo de aprender «y poner un tallercito», pero a finales de 1958 falleció su madre y Antonia tuvo que volver a casa a cuidar de sus hermanos pequeños y de su padre. «Ya no pude coser, me quedé en mi casa hasta que se fueron casando todos los que quedaban». Antonia, aunque tuvo novio, no se casó.
Cuando todos sus hermanos se marcharon, siguió cuidando de su padre, que falleció a los 95 años, el último año con alzheimer. «Querían meterlo en el manicomio pero nosotros no quisimos, así que volví a hacer de enfermera». En ese año último con su padre, su hermana Carmela, que vivía en El Palo, también acudió a echarle una mano.
Tras la muerte de su progenitor, Antonia Ramírez estuvo un único año viviendo sola en su casa en alquiler de El Perchel. «Al año, se murió la mujer de mi hermano Carlos y me vine aquí a hacerle compañía», cuenta.
De esta forma, la malagueña siguió con su vocación de servicio, en esta ocasión para ayudar a su hermano, que se había quedado viudo con dos hijos pequeños. Como resalta, «crié a mi hermano cuando era chico y a sus hijos también los he criado y los he casado», sonríe. Cuando contrajeron matrimonio, la tía Antonia fue su madrina.
En la actualidad, sigue cuidando de su hermano, que ha tenido varios achaques serios de salud. Hasta hace bien poco, era ella quien se encargaba de ir al mercado a comprar. «Ya no puedo, con las piernas que tengo», lamenta.
En el poco tiempo libre que le queda, cuenta que ve la televisión, «porque tengo que hacer la casa y hacer de comer».
Antonia Ramírez echa la vista atrás y confiesa que no se imaginó nunca que llegaría a cumplir el siglo. «Todavía me pregunto cómo he llegado aquí. Y no he estado parada ni sentada, he trabajado mucho y todavía no he parado».
Una vida volcada en los demás.
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