­Al final, no hubo dictadura de la freidora capaz de evitar que unos jóvenes de la tierra, con rostro de desconocidos, estamparan sus nombres en las elegantes páginas de la guía gastronómica más glorificada del mundo. Casi imberbes y recién aterrizados de sus años de aprendizaje, al abrigo de La Cónsula, escuela de maestros, que vivió muchos momentos de tocar la flauta y relamer los sabrosos caldos del éxito, estos jóvenes idealistas asfaltaron los primeros metros de sus carreras que discurren entre el emerger de un sueño de la infancia y una lluvia de estrellas casi meteórica. Empezaron a amar el oficio, como se ama una mujer, y ya no dejaron de creer en él. Nunca. Y de crecer. Como la pasión incontrolable que llevaban dentro.

Hoy, muchos los siguen allá donde van. Ya no importa que la Calima se traslade del Don Pepe al Puente Romano, o que un café parisino amanezca bajo el sol que acaricia suavemente para desperezar la bahía malagueña. Da igual que las modas cambien de forma veleidosa porque ellos lograron fundir la marca a su imagen y semejanza. Como el azafrán cuando encandila a los ricos en una danza del vientre.

Si la recuperación económica dependiera del éxito de la cocina andaluza, España ya estaría tocando a las puertas del G7 para exigir el trono a base de una emulsión de chipirones yodada o souflé de algas marinas. Fue un camino largo. Lo sigue siendo. Siempre entre comandas que lloran por ser finiquitadas y una multitud de manos ensamblando platos bajo el reflejo de los focos de calor. Experimentar, construir, romper, montar y jugar con los elementos. En la cocina de lujo no se trata de fórmulas matemáticas. Aunque pudiera parecer, desde que Ferran Adrìa convirtiera al elBulli en una especie de laboratorio clandestino, soñado por el mismísimo Walter White.

En los fogones, el resultado es tan bueno como su materia prima lo permite. Una creación maestra. Una subida a los altares de las papilas gustativas. Un clímax gastronómico. Nada de ello sería posible sin un género a la altura de los encargados de convertir las intangibles en esos platos que han escrito ya, con autoridad propia, páginas gloriosas para la gastronomía nacional. Málaga, cuenta, en estos momentos, con más estrellas que ninguna otra provincia de Andalucía. La evolución de una cocina tradicional hacia una gastronomía de autor, hace ya tiempo, que levantó el interés de otros países europeos.

Observan, con ciertos achaques de síndrome de Estocolmo, como una lluvia de estrellas Michelin ha caído sobre la región en forma de catarata. Dani García, Diego del Río, Jaume Puigdengolas y José Carlos García son los embajadores que ahora mismo cargan los fogones, como los cañones que defienden la Alhambra, en un momento memorable para la cocina malagueña.

Analizar la situación, desde la atalaya de los éxitos, sin echar atrás la mirada, sería negar una historia culinaria muy amplia, que incluye capítulos memorables que ayudan a entender el presente. Y, también momentos menos gloriosos, en los que la cocina de la Costa se asomaba, por momentos, al abismo de sus propios fantasmas. Si hay un lugar, que sintetiza como pocos la huida hacia adelante de una cocina acomplejada, que se perdía en una falso anhelo de internacionalización, es Marbella. En este punto, cabría situar al lector en el Hotel Los Monteros.

Era la definición, por excelencia, de la alta hostelería en la época de los convulsos años 70 y 80. Eran tiempos de nuevos aires en España. Las suecas, con sus infinitas piernas y sus decorosas melenas rubias tatareaban el yé-yé, al mismo tiempo que, los más viejos del lugar, luchaban por deshacerse de los complejos que salpicaron a una generación entera. En Los Monteros, la alta clase social lugareña se daba la mano con el turismo internacional que vestía los trajes y los Rolex más caros. Era, sin duda, uno de esos lugares a los que uno iba uno a conservarse y abrazarse a sí mismo. Fue también, por momentos, lo único que quedaba de aquella Marbella dorada, cuando todo empezó a sucumbir a los nuevos ricos y su kitsch instaurado a golpe de ladrillo. Esta semana acogió la gala de presentación de la Guía Michelin para el año 2015, en lo que pudo ser fácilmente el evento gastronómico de la historia para la Costa del Sol. Hace poco, estuvo a punto de desaparecer porque pocos quisieron ya creer en Los Monteros.

Si hay dos nombres que sintetizan por sí mismos la columna vertebral del hotel, aún hoy en día, esos son los de Rafael de la Fuente y Gregorio Camarero -Goyo para los amigos-. De la Fuente, el arquetipo de caballero eterno, siempre destacó por su enorme educación, gallardía y formación. Habla seis idiomas, sin contar con un abolengo internacional. Era, y sigue siendo, una de esas personalidades que se encuentran en peligro de extinción porque en toda la Costa del Sol ya no quedan apenas tres o cuatro más de su especie.

Él supo ver, junto a pocos innovadores, que la cubertería que se paseaban por los lujosos comedores de aquella Marbella sucumbían a la ceñuda y errónea fijación en la cocina internacional. «En esa época se buscaba imitar a las tendencias de otros países. Unos hoteles lo hacían mejor, otros peor. Pero no dejaba de ser una semblanza a la francesa, y de peor calidad», recuerda De la Fuente la actitud del momento, comparable a la obsesión contemporánea por el cocktail de gambas en una boda deficiente. Bajo su atenta mirada, el por entonces jefe de cocina de El Corzo (restaurante de Los Monteros), el ya fallecido Goyo Camarero, fue el responsable de conquistar la primera distinción Michelin para la patria nacional.

No era Goyo un hombre que se dejara impresionar por los cantos de sirenas. Podía haber seguido la ruta establecida porque las cosas, a Los Monteros, le iban bien. Pero un mar tranquilo nunca hizo gran marinero. Goyo Camarero era de Burgos. De la Fuente lo describe como alguien que «aborrecía los espejismos de la vanidad y que no creía en los atajos». De sus palabras se deduce una gran admiración por quien fuera compañero de viaje en la transición del omelette francés hacia una cocina que aprendió a ver lo bueno que tenía en casa. Empezó a desquitarse del escaramujo sonrojante y coqueteó con los géneros locales. Cuando en España, la cocina parecía acabar en la catalana y en la vasca, un día de noviembre de 1985, la prestigiosa guía Michelin le otorgó una estrella al restaurante El Corzo. Su director aún vislumbra la reacción de ese burgalés que lideraba a un equipo de jóvenes entusiastas. Nunca dejaron de conformarse: «Cuando le comunicaron el premio, ni se inmutó. Era el primer restaurante de hotel en la historia de España que recibía ese galardón. Lo único que dijo, era que ni él ni su equipo habían tenido mérito alguno en ello».

Hablar de la revolución de la cocina andaluza, para el ilustrado De la Fuente, es memorar también a Paul Schiff y los boquerones rellenos con jamón y espinacas que sirvió en el Hotel Miramar para los Reyes de España. Pudo ser casi una ofensa, para una cocina asfixiada por el yugo de la etiqueta, pero la Reina interpretó aquella explosión de sabores como algo fascinante y no dejó de repartir elogios. «Paul Schiff fue una punta de lanza para la cocina malagueña», describe el hoy galardonado cocinero, José Carlos García, a aquel belga de Bruselas, que dejó atrás a la pomme de terre y se trasladó a Marbella para convertirse en maestro de maestros.

En ese esplendor de los ochenta, la perla dorada de la Costa del Sol llegó a acumular cuatro estrellas Michelin en su oferta culinaria. Poco pretencioso lucía el emblema del rechoncho muñeco de neumáticos a la entrada del ya mencionado El Corzo de Los Monteros, en La Hacienda de Paul Schiff, en La Fonda, bajo el tutelaje de Horcher de Madrid, y también, lucía estrella Le Restaurant en el Rodeo Beach Club de San Pedro de Alcántara.

El declive de esta época memorable, lo admite De la Fuente, se camufló bien entre las mieles del éxito para dejarse caer como un terremoto de avispas bajo las políticas de jacuzzi y gachís baratas del gilismo que comenzaron a invadir a Marbella. Muchos se empezaron a comportar a lo saudita, como si tuvieran un pozo de petróleo en el jardín. Casi de golpe, destrozó su prestigio y las estrellas dejaron de brillar hasta apagarse completamente, dejando a Marbella sin luz durante más de una larga década. «La caída de los restaurantes coincidió con los complicados años de la satrapía del Gil», no duda De la Fuente en señalar con dedo acusador al que fue apoltronado por muchos como el símbolo de progreso y riqueza en la ciudad.

Pero no fue la única causa, porque con el paso del tiempo, se iba a cristalizar otro de los grandes males que acompañaba a la cocina malagueña. No era nada más que la sangrante falta de cantera que ofrecía la provincia. No había, simplemente, porque nadie se molestó hasta el momento en cultivarla. De repente, el cambio generacional se complicó de tal manera que, al final, junto a la ya mencionada crisis de identidad de la ciudad, Marbella se convirtió en un desierto gastronómico. «Pudo ser nefasto para la alta gastronomía de Andalucía, si no llega a aparecer de forma inesperada Dani García con su restaurante el Tragabuches en Ronda», acota De la Fuente la importancia de un chico que acababa de salir de La Cónsula. Hasta hace poco, conocida mundialmente por ser la fábrica de jóvenes talentos, hoy se quema en las ascuas de un conflicto político entre administraciones de distintos colores políticos preocupadas de su soap opera diaria.

El origen de La Cónsula, se germinó precisamente, de estos años de decadencia. De aquellas cenizas surgió la idea de convertir al caserón de Churriana en esa gran escuela de élite que ha sido durante mucho tiempo. Fue, de nuevo, De la Fuente quien animó a José Luis García Villar, el primer director del centro, a echar la caña en Los Monteros. La escuela contó con un primer equipo de lujo. Profesores como Jesús Camarero (sobrino del mítico Goyo) y Cristóbal Blanco cimentaron el camino al éxito.

Hoy amigos, José Carlos García, uno de los alumnos de la tercera generación que salieron con el toque blanche bajo el brazo, recuerda la disciplina casi militar que reinaba en las clases prácticas: «Empezamos a ser profesionales desde el día uno. Cuando llegaba una comanda, si no cantábamos los veinte a la vez ´oído´, se nos caía el pelo. Será imposible, que se repita una situación como la que vivimos entonces en La Cónsula». Hay que vivir casi eternamente para ser recordado. O hacer grandes cosas. Estos primeros maestros no serán olvidados.