Opinión | De buena tinta

Mucho más allá de la razón

Celebración de la Soledad de María en Santo Domingo | Semana Santa de Málaga 2021

Celebración de la Soledad de María en Santo Domingo | Semana Santa de Málaga 2021

Sobrevalorar la razón por encima del resto de potencialidades que conforman al ser humano sigue siendo uno de los más grandes reduccionismos antropológicos que persiguen al hombre actual. No hay mayor error que perder el sano equilibrio ensalzando lo racional y dejando de lado otras tantas herramientas vitales como bien pudieran ser el amor, la intuición, la misericordia o la fe. No hay raciocinio capaz de explicar, por ejemplo, la entrega extrema e incondicional de los padres hacia los hijos, ni tampoco el perdón que otorgamos ante situaciones cuyas inercias nos pedirían enarbolar prudentes cautelas o justos rencores. Nos casamos por amor, no por razones, y vibramos y nos emocionamos ante lo que nos conmueve desde resortes que nada tienen que ver con proceso analítico alguno. La realidad humana no es una mera cuestión que se comprenda en su totalidad desde la combinatoria de procesos químicos, ni tampoco a partir de simples azares físicos que puedan ser explicados sólo y exclusivamente desde las cuatro fuerzas de la materia. Nuestro horizonte no cabe en una ecuación, como tampoco pueden concentrarse en una probeta nuestros anhelos de conocimiento y trascendencia. La realidad de Dios, por ejemplo, encuadra perfectamente dentro de estos parámetros que, no por sobrepasarnos, hemos de considerar inexistentes. Y es que el hombre, antes que ser racional, es un ser creyente. Ni el más ateo de entre los ateos ha conseguido aún demostrar desde la ciencia y la razón la inexistencia de Dios. De ahí que el ateo, por consiguiente, no tenga un dato cierto, sino una creencia: el ateo no sabe que Dios no existe, sino que cree en su inexistencia. El ateo es, pues, un creyente. Y es que aprendemos a creer y vivimos de nuestras creencias mucho antes y mucho más de lo que nos imaginamos. Así, creemos que somos hijos de aquellos que se dicen nuestros padres por la sola confianza que les profesamos, y no elegimos nuestras vocaciones y pasiones analizando los resultados estadísticos del mercado, sino por medio de impulsos que nos arden desde dentro. Es por todo ello que, abanderando como eco las anteriores reflexiones, quizá nos sea posible aterrizar un año más entre las inefables sensaciones de un domingo de Resurrección que viene a conmemorar y hacer presentes en nuestros días esas realidades que, desde aquello que no puedo ver ni tocar, me inspiran mucha más confianza que otras tantas que puedan emerger, por ejemplo, desde presidentes del gobierno que sí que podemos ver y tocar. No obstante, que caminemos entre los linderos de la creencia no quita que podamos, igualmente, dar razones de la misma. Pero no porque sea necesario darlas, pues uno cree en lo que quiere, sino tan sólo y únicamente a los fines de apuntalar nuestra música interior. En este marco, bien es verdad que el nacimiento de la Iglesia sería imposible de justificar sin la veracidad del acontecimiento que conmemorábamos en los albores del pasado domingo durante la Vigilia Pascual. Son esos inicios de la Iglesia que narra el libro de los Hechos los que difícilmente hubieran acontecido en su día sin que la absoluta certeza de la Resurrección hubiera insuflado valor a un grupo de judíos dispersos, temerosos y defraudados a cuenta del pronunciamiento de condena que, respecto de su líder, había sido emitido por parte de la legítima institución que interpretaba la Torah y defendía el honor de Dios. Además, si es que hubiera sido un malintencionado interés lo que hubiera promovido falsamente la multitud de visiones referentes a las apariciones del Resucitado bajo el formato de meras ilusiones psicológicamente condicionadas, éstas hubieran acontecido únicamente ante aquellos sujetos predispuestos y no, por ejemplo, frente a Pablo de Tarso, que era un expreso perseguidor del cristianismo. Y es que no todo lo abarca la razón, ni a todo alcanza. Como tampoco hay raciocinio alguno que me lleve a comprender, salvo que fuera cierto, cómo es posible que un relato de la época que hubiera pretendido implantar una mentira con visos de verosimilitud eligiera a las mujeres, siempre últimas, nunca tenidas en cuenta, como los primeros testigos del gran acontecimiento que fundamenta nuestra fe: ese acontecimiento que, insisto, aflora indubitadamente y se hace presente por encima de los convencionales caminos de la certeza y, por supuesto, mucho más allá de la razón.

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