Opinión | De buena tinta

Paciencia rima con adolescencia

El confinamiento, la falta de contacto social y las restricciones han hecho mella en la población

El confinamiento, la falta de contacto social y las restricciones han hecho mella en la población

El tema del confinamiento no tiene por qué ser objeto, per se, de dramatismos ni penurias. Lo único malo del confinamiento se hace depender, únicamente, de las consabidas variables que responden al dónde, al cuánto y al con quién. Porque a servidor, a bote pronto, tampoco le importaría que lo confinaran con su mujer en un parador durante diez días. Y es que es más que posible que la libertad dañada por los encierros del estado de alarma profundice en nuestras heridas, no tanto ya por los deseos de expandirnos allende mil horizontes como por la necesidad terapéutica de beber aire y desfogar ante la condensación de las relaciones sociales de intramuros. Relaciones que, como en cada casa de bien, ya sea de tarde en tarde o de manera más continuada, siempre hallan el momento de cocer habas. Porque, claro, si eres tú quien te encuentras encerrado contigo mismo, allá te las entiendas con tu propia mismidad. Si te limitan los perímetros con tu pareja, allá tú que la escogiste. Pero si los confinamientos víricos acontecen con un adolescente en casa, o con varios, la cuestión únicamente deriva ya en verificar junto a Dante y Virgilio cuál es el círculo del infierno en el que te toca vivir. En cualquier caso, no me tengan ustedes por tiquismiquis. No se vayan a creer que uno se queja por el temblor del párpado que aflora cada vez que veo unos calcetines subidos por encima de los pantalones deportivos, ni por esos degradados en la sien que, a modo de improvisado hachazo, te encasquetan en la chola un manojo de pelos que de lejos pareciera una boina y de cerca un gato en avanzado estado de descomposición. No es eso. Con tiempo y una caña, a todo se acostumbra la vista. Como tampoco les rabio por el tránsito musical que, entre mis cuatro paredes, ha sustituido la suave tonada de “vamos amarraditos los dos, espumas y terciopelo” por la chufla del “tú me besaste y se me cayó la gorra, sin mucha labia, sin mucha cotorra”. Al fin y al cabo, ya estoy medio teniente del izquierdo y, si dejas las ventanas abiertas, la cuestión se diluye sin hacer demasiada mella. Lo peor de todo, quizá, sea el tener que enfrentarse a una razón a medias y a una emotividad en crecimiento. Con un niño, no hay que discutir, y con un adulto uno se sienta y dialoga. Pero el adolescente, ni está aquí, ni está allí, aunque a veces parezca estar en ambos sitios y otras en ninguno: ni dilucida con certeza los caminos y comportamientos del bien común, ni tampoco atina con los del bien propio, que confunde con las ansias, los impulsos y el desaforado culto al corto plazo. Tiene tiempo infinito para todo aquello que buenamente le apetece mientras, siempre a disgusto, recorta los minutos para las obligaciones, siempre aplazables, siempre desde una impresionante dialéctica del regateo y el doble rasero que jamás llegué a concebir como posible, ni siquiera en la medina de Rabat. ¿Qué nos quedará por ver de una generación que resuelve cada encuentro, cada ocio y cada problema a través de su correspondiente aplicación en el móvil? Comenta la prensa estos días que la demanda de citas en Salud Mental para los adolescentes se dispara en Málaga a causa de la pandemia, refiriendo los especialistas entre sus efectos y trastornos más extendidos las consabidas crisis de ansiedad, episodios depresivos, desórdenes alimentarios o autolesiones. Con todo, bien es verdad que cada generación pasó lo suyo y que cuesta mirar con los ojos de tus años las circunstancias que, de manera positiva o negativa, llegan a contextualizar y, por tanto, a definir los años en crecimiento de una quinta que, ni de lejos, es ya la tuya. Bien es posible que a todos aquellos que contamos con adolescentes a cargo no nos quede otra que apretar los dientes frente a tantas pamplinas que no vemos y aprender a descubrir tras ellas el problema real que nuestros jóvenes sienten, sea con razón o sin ella. Esos jóvenes que, de vez en cuando, y si uno se fija en ello desde los aledaños de la calma, también te dejan entrever, más allá de las pupilas, al hombre y a la mujer que guardan dentro.