Opinión | MÁLAGA DE UN VISTAZO

Juan Carlos Rosa, filósofo de la cotidianidad

"Dejaré de sufrir cuando haya dejado de esperar", me susurra el atribulado Convento de San Agustín. Con el anuncio por parte del Gobierno de la firma del contrato de los trabajos de su rehabilitación, parece que llega el principio del fin de tu dilatado padecimiento. Entre los muchos recuerdos y personajes que lo habitaron, hoy, San Agustín me invoca a uno en concreto, a un niño moreno con sonrisa sosegada que jugaba a las canicas entre las cavidades de los artísticos empedrados de la calle Cabello, a los pies de una arrinconada imagen de una Inmaculada marmórea quien observaba nuestra diversión con candidez maternal. Las campanas de la iglesia de la Santa Cruz y San Felipe Neri llamaban al culto de las ocho. Las largas tardes de estío daban una luz rutilante a ese matutino tiempo donde la calle era el refugio de los bulliciosos chavales y el amparo de la memoria de los mayores, quienes, sentados en los portales de sus casas, oían la algarabía del esparcimiento de la muchachada con la misma melancolía que posee un testamento sin fortuna. Aquel chico residía en esa vía barroca donde nos cruzamos los pasos, pisadas que me condujeron a ti. Todo un trayecto, prolongado y singular, repleto de vivencias excepcionales enmarcadas por la mirada de una vida cuando éramos jóvenes, felices e indocumentados. Este cautivador joven se convierte en un erudito abogado con la resolución de entreverar el Derecho con la filosofía de lo cotidiano, germinando teorías como "la suspensión de la incredulidad" o la "ósmosis cultural", siempre con el anhelo de hallar el "alivio cómico" que nos aporta este orbe. Juan Carlos Rosa, a punto de inaugurar sus 60 añadas, persiste en la ilusión atemporal que goza: la pasión por descubrir. Feliz entrada de nueva década querido filósofo de la cotidianidad. Siempre nos quedará calle Cabello, Las Casillas…, la evocación de una intensa realidad compartida.