Opinión | Mis días marinos

De la solidez de lo eterno

de la solidez de lo eterno

de la solidez de lo eterno / Mariano Vergara

En el silencio de la noche uno escucha el eco de las propias pisadas caminando sobre el pavimento de piedra por el recodo de la calle Tenorio de Ronda. Ventanas enrejadas y portones de gruesas maderas claveteadas sobre blancas paredes encaladas y reencaladas, crean la escenografía de un mundo inamovible. Allí pasamos un tiempo en la añorada niñez, cuando mi madre, con su invencible miedo a la enfermedad, decidía que una temporada en la sierra era lo mejor para los que vivíamos todo el año a pocos metros del mar. Gracias a ella, Ronda entró en mi vida. Ahora la recorro en sentido inverso al del tiempo de agosto que pasábamos allí, con algo del ensoñamiento de las bicicletas son para el verano. Asomarse por vez primera al abismo del Tajo desde las rejas panzudas del Puente Nuevo, que construyera Martín de Aldehuela en el XVIII, con la ventana de la prisión sobre el arco central, como símbolo de la imposibilidad de la huida a ninguna parte, constituye una experiencia vertical que provoca la atracción al salto, el nudo en el estómago de lo profundo, el vértigo del vacío y la fascinación de lo inasible. Rilke casi de forma casual, inesperadamente, descubrió la ciudad soñada en Ronda, después de las decepciones toledana, cordobesa y sevillana y allí recobró el pulso de la inspiración desvanecida, «Para escribir un solo verso, hay que haber visto muchas ciudades». Praga, Viena, Capri, Venecia, Trieste…y Ronda, a la que llamó, no solamente la ciudad soñada, sino la «ciudad salvaje y montañera».

En el otro extremo de la ciudad el hotel Victoria alza su arquitectura inglesa de paredes blancas, tejados de negra inclinación, chimeneas y mansardas, vestíbulo de paredes empapeladas de Morris, muebles Chippendale, grandes sillones de cretonas de yute en los que solían pasar las tardes los abuelos Hafner, chimenea de los señoríos de la campiña inglesa, jardines de caminos en pendiente con bancos de hierro donde leer a la espera de una puesta de sol inabarcable y arriba la habitación que ocupó en un lejano ayer, Rainer María Rilke, cuya puerta repintada de blanco se abría con una llave de hierro negro de la que colgaba una chapita redonda de latón dorado donde constaba el número treinta y cuatro. Así lo recuerdo en los veranos de adolescencia que pasamos allí, porque ya casi nada es igual. La piscina con una isla en la que se alzaba un enorme pino piñonero en la que pasamos tantas horas felices de inocentes amores correspondidos, o no, pero que tantas ilusiones rubias perturbaban nuestros sueños.

En el trayecto entre ambos extremos la Alameda que siempre tuvo el aire de un parque provinciano de alguna ciudad francesa del mediodía, salvo en su extremo final, que no era un apacible río de lento y civilizado fluir entre juncos y ocas, sino el terrible despeñadero, el abismo de nuevo, el barranco terrible, como un símbolo de la disparidad de la historia de ambas naciones, desde el punto de vista de la callada placidez orográfica del Midí y el fragor atormentado de nuestra geografía.

Y la Real Maestranza de Caballería, en la que las columnas de las arcadas y andanadas de dorada piedra y las barreras y burladeros pintados con la bandera española en elegantemente desvaídos tonos, guardaban el recuerdo de los grandes de la escuela rondeña del toreo, cuando Ordoñez citaba de frente con la pierna adelantada, el pecho de paloma y la muleta en la izquierda y Orson Welles o Hemingway, anglosajonamente borrachos, disimulaban las lágrimas del embeleso con los efectos del alcohol en los ojos. Y en los adentros el bellísimo Museo con la colección de arneses y cascabeles de plata de los enganches de los Montpensier en la corte de San Telmo en Sevilla, la esplendorosa colección bibliográfica y archivera de la nobleza de España y los bellísimos ejemplares de la escuela de equitación, que agitaban sus cabezas en señal de asentimiento y golpeaban con la pezuña la portezuela de hierro de sus cuadras, como un noble gesto de saludo, con la bondad reflejada en sus ojos, con la chulería hermosa de sus crines agitadas como los penachos de los cascos dorados de la Guardia Real. Hay en la Maestranza algo de sacro silencio, casi como en un monasterio, un aire de civilizada nobleza, de respeto reverencial al canon, de piedra esculpida y domada, de templo del conocimiento. Toda Ronda es como la representación pétrea de lo eterno, de lo inconmovible, e inamovible, de severidad y solidez de alguna manera castellana, del carácter grave y sobrio de sus habitantes, de cercanos teatros romanos, de bellísimas denominaciones como la Casa del Rey Moro, el palacio de Mondragón y la Colegiata, a la que entonces los rondeños llamaban «la catedral».

Ciudad de evocaciones operísticas y toreras, ciudad perdida adrede en la Serranía, de difícil llegada y casi imposible e indeseada salida, en el camino de bandoleros y contrabandistas de Gibraltar de los grabados de Gustave Doré, ciudad para la soledad y la mala salud, ciudad de inspiración a un poeta checo, ciudad tumba de artistas y escritores, inexplicable conjunción de personajes dispares que han encontrado en la profunda herida del hachazo de los dioses en la piedra, la inspiración perdida y el sueño que hasta un niño observador de la vida, al que no conmovía lo mas mínimo el espectáculo de los suicidas desventrados en el Tajo, a los que la Guardia Civil subía en mulos a la ciudad después de su viaje instantáneo a la eternidad, sentía que algo se revolvía en su interior, en su cabeza y en su corazón. «Una rosa es todas las rosas», que definió el grandioso checo de profundas ojeras y ojos extrañamente glaucos, cuando aún existía el Imperio Austrohúngaro, cuna y origen de casi todo lo grande que dio a luz la primera década del siglo XX.

Una vez al año, la ciudad se abandonaba a la alegría, unos cuantos días solamente, para después volver con premura a su carácter sobrio, esbelto y un punto adusto. Todo con una cierta mesura, sin abandonar nunca el canon clásico. Cualquier observador medianamente agudo podía distinguir fácilmente quien era de oro y quién de oropel. Cuando la Goyesca llenaba las calles de personajes y comparsas, escritores y juntaletras, políticos y gente de la Junta, grandes actores y faranduleros de la costa, nobles y arribistas, artistas y pintamonas. Los abrazos se sucedían con fingida alegría y los palmeos en las espaldas convertían la calle de la Bola, el Tragabuches, el Parador y el Escudero en algo parecido al vestíbulo del albergue de la sexta felicidad, mientras las navajas cachicuernas asomaban junto al móvil de última generación. Un año vino Doña María, la madre del Rey y el palco de los maestrantes rebosaba satisfacción contenida. Es de mala educación el mostrarse impresionable ante la gente. Y otro año vino S.M. el Rey Juan Carlos I, al que ahora las televisiones de la diaria zafiedad, la obsesión sexual y cuasi pornográfica, la del italiano del bunga bunga - cuando un italiano sale mal es inigualable en su ordinariez - la de los «expertos, expertas y expertes» en Casas Reales, la de las biografías escritas por la parentela, llaman «el emérito», ordinariez solo comparable a la ignorancia que demuestran. Todos los que hoy lo lapidan con regocijo, incluidos muchos de los que se hicieron millonarios gracias a él y que entonces alardeaban de su amistad con el consejero de turno, pugnaban aquel día como posesos por dar el cabezazo ante el emérito en la posterior recepción en los patios de la inmutable plaza. Los más hermosos enganches y los bellísimos caballos lucieron en el albero un carrusel digno de Versalles a los sones de las marchas de Rameau y Lully. Así pasa la gloria del mundo, en un abrir y cerrar de ojos, como en las postrimerías de Valdés Leal en el Hospital de la Santa Caridad - sí, así se llama, no de la Santa Solidaridad o Sostenibilidad, no, Santa Caridad - de Don Miguel de Mañara en la Sevilla del XVII. Así es la vida y así son las cosas eternas, inmutables, inamovibles.

Rilke era ligeramente snob. Su correspondencia desde Ronda va dirigida especialmente a Lou Andreas-Salomé, la princesa María von Thurn und Taxis, o a la baronesa Sidonia Nadherny. Pero también era lo suficientemente independiente como para escribir a esta última sin el menor problema «el estar solo se me presenta tan atractivo que no puedo sino olvidarme de todo lo demás». Su carácter y su pensamiento como muestra de la solidez de lo eterno. Lo demás es barullo y confusión.

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