Opinión | Notas de domingo

Encuentros

Javier Cercas.

Javier Cercas.

Lunes. El otro día vi a Javier Cercas. Salía del hotel NH a la caída de la tarde. Yo iba caminando con brío para ir a ninguna parte. Lo miré y él me miró. Estuve tentado de abordarlo pero me pareció de mal gusto. De mal susto. Y estábamos a bastante distancia. Nos mantuvimos la mirada unos segundos, bastantes segundos. Debió de pensar que yo era un admirador o un majara o un azafato que lo esperaba para llevarlo a un bolo literario o una cena con hombres de letras y coquinas. Cercas es muy admirador de esta ciudad, viene mucho y hasta la ha loado en algún artículo. Al cruzar nuestras miradas pude sentirme como un avezado y sagaz, aventurado e intrépido periodista, que además ha escrito críticas sobre sus libros e ir a saludarlo. Pero me sentí como un admirador tímido, un fan, como un chaval que ve a un futbolista al que admira. Fantaseé acerca del destino de Cercas. O sea, no sobre su futuro vital, quiero decir sobre dónde iba. A lo mejor a comprar manzanas. O a localizar exteriores o a escuchar una conferencia o a mirar la mar. Pensé en seguirlo, claro. Cercar a Cercas. No. Seguí hacia ninguna parte pensando feliz en que ya tenía un asunto del que escribir en este dietario. Fue entonces cuando vi a Vila-Matas.

Martes. La feliz y prometedora hora del aperitivo. Mariano Vergara me cita en Los gatos, «donde mejor tiran las cañas de la ciudad». Nos acomodamos en un barril con sendos dobles que tienen la medida justa de espuma y me habla de sus proyectos literarios y de gestión cultural. Pronto regresará a la columna semanal en este periódico. Intercambiamos información sobre restaurantes en decadencia y restaurantes en plena forma. A la salida del local, riendo tras el relato de no pocas anécdotas sobre conocidos comunes, caminamos juntos unos centenares de metros, cada uno retorna a sus afanes. Vamos como suavemente transportados por una marea humana compuesta por turistas. Nos llega el rumor de extranjeros acentos y desembocamos en una plaza de la Constitución soleada y tomada por unos manifestantes. Cambio de planes y enfilo hacia el mercado de Atarazanas en lugar de ir a la oficina. Multitud de mesas altas a las puertas del recinto. La gente trasiega vino y cerveza, pela gambas, ingiere boquerones, ordena calamares, reclama conchas finas y todo destila una atmósfera de despreocupación y hedonismo con olor a frito. Esa tentación de arrumbar las obligaciones. Esa.

Miércoles. Mientras paseo converso por teléfono con Paco Reyero, no se pierdan El Flexo, en Canal Sur radio, ni su resumen de prensa de las 7.21. Me da noticias de la biografía de Julio Camba que ha sacado la Fundación Lara escrita por Francisco Fuster, gran autoridad en el mítico articulista. Al final de la conversación parecemos recitadores de frases de Camba. «No me tomen demasiado en serio ni demasiado en broma», dijo en su artículo de presentación en ABC. Me iría directo a una librería y luego a casa. Así de devotos somos los librecambistas o cambianos. A la noche, me acuerdo de una de sus frases, muy actual, quizás: «Yo sintetizaría así la historia de Rusia: primero, clases; luego lucha de clases y al final, todo cuarta clase».

Jueves. Que dice el sumiller de ese italiano nuevo de moda que 60 euros por una botella de vino es lo normal. Claramente hay ya dos ciudades y una no es para nosotros.

Viernes. Aún ando pensando si soy indeciso.

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