VUELVA USTED MAÑANA

Por el derecho a la vida

No comprendo que poner fin a una vida, aunque sea en ciernes, pueda ser reivindicado como un bien, como un imposible derecho que deba ser promovido evitando todo obstáculo a su ejecución.

Tampoco que los políticos se conviertan en dioses y decidan que el sexo, biológico, puede ser alterado por el mero hecho de sentirse subjetivamente distinto, sin que concurran motivos que lo justifiquen. Solo la voluntad contra el hecho natural que no viene determinado por el querer, sino por el ser.

Muchos dirán que estas ideas son retrógradas, que son propias de un catolicismo caduco y reaccionario. Me resulta indiferente lo que digan. No tengo ya edad para limitar mis pensamientos y palabras por el qué dirán los predicadores de verdades irrefutables. Lo único que no me perdonaría sería restringir mi libertad y presentarme con rubor y vergüenza antes ustedes acobardado por el miedo.

Nunca podré entender, seguramente por haberme educado en un modelo de principios que no son simples especulaciones, sino racionalmente acreditados en su eficacia para el desarrollo de la personalidad y la sociedad, que la opción por la vida sea reaccionaria y que la muerte sea una aspiración democrática, un avance y un progreso político.

Considerar el aborto un bien choca con las bases de una sociedad humanista y se opone frontalmente a una libertad que no es ni puede ser ilimitada si se quiere preservar ese modelo secular. Matar y el aborto es poner fin a una vida, impedirla, cortarla en su mismo nacimiento, no es un avance social, ni personal. Aceptar ciertas excepciones cuando estén justificadas y previo agotamiento de todas las posibilidades y recursos, podría ser asumido como solución extraordinaria, si concurren otras circunstancias, nunca un plazo que solo es eso, un plazo para poner fin a una vida. Pero preferir la muerte y prohibir que pueda ser evitada o poner trabas a la vida, muestra y pone ante nuestros ojos una evidente decadencia moral de una sociedad consumista en la que el ser humano se va desvaneciendo en favor de un ente social, difuso y subordinado a intereses generales, egoísta, ególatra e insolidario con los más débiles, a los que prefiere excluir incluso antes de nacer.

El aborto no es un derecho, en el sentido de derecho fundamental, pues es la vida el derecho reconocido. No puede ser derecho fundamental lo que no solo restringe, sino que anula el contenido esencial del derecho: la vida. Que la ley lo autorice en situaciones determinadas no supone que se constituya en un derecho. Es una excepción que el legislador puede restringir o incluso prohibir sin merma alguna de la Constitución. Al menos en una sociedad democrática en la que la vida es el bien superior y supremo. Idea, por otra parte, muy sencilla para cualquiera que vive y mucho más para quienes no creen en otra posterior.

El aborto, para cualquiera que mantenga un mínimo sentido de la ética de este mundo nuestro, es un mal, incluso un mal que puede ser autorizado legalmente en condiciones determinadas, pero nunca un objetivo loable. Poner límites a su evitación, no fomentar la vida, financiarlo en lugar de hacerlo a la vida, es demostración de cierta decadencia moral. Y esta decadencia se explica mejor cuando los llamados animalistas, que se consideran el paradigma de la bondad, protegen más la vida de los vertebrados, que la de un ser humano. En un caso se prohíbe toda actuación; en el otro, se fomenta el fin de la existencia antes de que el feto, desprotegido, pueda manifestar su voluntad. El consentimiento, tan manido, se obvia en un caso en el que ese consentimiento se traslada a quien acoge en su seno un ser vivo, a quien se estima dueño de su cuerpo y por ello de una vida con proyección de independencia.

Cambiar de sexo a voluntad, con plenos efectos jurídicos, es otra de la tendencia de este progresismo absurdo que el gobierno que padecemos tolera, sin explicar muy bien en qué modo se cohesiona su ley con los principios de una sociedad agitada por un cúmulo de despropósitos que carecen de orden y sistemática.

Que alguien, menor de edad, pueda decidir ser hombre o mujer por su sola decisión, difumina el sexo y su importancia y, a la vez, debilita la lucha del feminismo clásico, el que tanto hizo y le costó por una sociedad más libre e igualitaria. La noción de género, meramente legal y dependiente de la sola voluntad, rompe la de sexo y la necesidad de igualdad entre los dos que existen, porque ahí hay solo dos por razones biológicas. Sexo y género son cuestiones diferentes que no deben confundirse y lo estamos haciendo.

Alguien tendrá que poner un poco de orden en tanta algarabía y recuperar el sentido común, el sistema de valores que constituyen la base de nuestra sociedad. Siempre hubo de todo. Pero que determinadas ideas se impongan afectando los pilares de nuestra forma de ver y entender la vida, requiere de algo más que de cesión a la genialidad y las ansias de libertad de los liberticidas dueños del pensamiento único. Hacen ingeniería social, autoritaria y estamos cediendo en favor de nuestra esclavitud. Rompamos las cadenas antes de que nos ahoguemos en el fango de su caos.

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