Al azar

La autodestrucción de las microizquierdas

Matías Vallés

Matías Vallés

La inestabilidad ideológica sacude el mapa político. De ahí que en Francia resuene un discurso con el tono de voz calmo pero decidido, acusando al rival político de haber prendido fuego al país. ¿Macron dirigiéndose a Mélenchon? Qué va, la moderada Marine Le Pen acusando al radical presidente francés de haber perdido el rumbo. La líder ultraderechista ya puede declarar radiante a Der Spiegel que «nos viene gente que nunca antes quería ser vista con nosotros». Y añade una mención onírica, en la estela de las dificultades de Pedro Sánchez para conciliar el sueño Junto a Podemos. «¿Hay algo mejor que saber que figuras en las pesadillas presidenciales? No se me ocurre nada».

Cuando los extremistas se han convertido en la opción razonable, la descripción de la situación supera en importancia a la exploración sin mapas. ¿Por qué votan a la ultraderecha personas que la saben contraria a sus intereses? No es una cuestión flamante, tiene solera. Margaret Thatcher consagraba a Francis Bacon como un pintor «repugnante, enfermo», lo cual no impedía que el artista votara sistemáticamente a los tories. La explicación era lineal, «es más sencillo, no crea complicaciones». La izquierda peca de demasiado exigente. En la misma vena, los progresistas del mundo se lanzaban en defensa de las fotografías desnudas de Robert Mapplethorpe denigradas por las huestes de Ronald Reagan, mientras que el retratista votaba obstinadamente a los Republicanos.

Ha llegado el momento de aterrizar en España, donde las turbulencias de Feijóo con el inmanejable Vox resaltan el mérito de Sánchez con Podemos, de sobresalto en sobresalto. Ahora mismo se le recomienda al PSOE, por razones de elemental supervivencia, que recomponga al partido del vecindario que lo complementa. De lo contrario, el poder conjunto está perdido. En realidad, es más fácil forzar una tregua en la guerra de Ucrania que en la autodestrucción de las microizquierdas. En la primera, todos se mueren por ganar. En la segunda, todos se mueren por perder, solo la derrota les daría la razón.

Una confesión de parte puede aclarar esta disquisición. A fecha de hoy, no he logrado desentrañar las identidades, conformación y propósitos de las dignísimas formaciones a la izquierda del PSOE en las últimas autonómicas andaluzas. Admito que sea el intérprete más torpe, pero he escrito artículos sin necesidad de entender los divorcios en juego. Tras confesar el síndrome del impostor, el resultado en Andalucía fue fácil de interpretar. Mayoría absoluta del PP en solitario, con un candidato sobresaliente únicamente en su mediocridad, y con un notable reservorio de Vox. La otra orilla ha dejado de existir pero, eso sí, se ha cargado de razones y de pureza ideológica. A su manera, ha triunfado, ahí radica el problema.

Desde la perspectiva de las urnas, y dado que la muy auténtica izquierda prosigue en su retroceso imparable, en las locales y autonómicas se cierne sobre sus perspectivas la guillotina del cinco por ciento. Es el agujero negro donde desaparecen todos los votos obtenidos sin alcanzar ese desenlace, pero se da aquí por supuesto que el progresismo trabaja desde una perspectiva electoral. En realidad, la purificación o depuración a babor del PSOE prosigue a buen ritmo, como si las elecciones fueran solo un engorroso espectáculo burgués, que interrumpe la pundonorosa labor de fragmentación izquierdista.

La ultraizquierda teoriza como nadie. Desmenuza todas las hipótesis, al tiempo que las desgracias se ciernen sobre su continuidad en el poder. Ha conseguido que ninguna persona pueda acercarse a otra sin consultar previamente a Irene Montero, o que el político más parlanchín de la España contemporánea se llame Pablo Iglesias, solo casualmente pareja de la ministra y antiguo viceprimer ministro. Se alimenta de la nostalgia de la década ya pasada, en que la izquierda se hizo adulta con su impagable concurso.

Mientras la izquierda aviar se obceca en que el fin del mundo le pille disertando, la mayoría de ciudadanos de orientación progresista aspira a votar con la sencillez reclamada por Francis Bacon. Desea elegir a gobernantes un poco más tontos que la media para facilitar su control, el gran hallazgo intelectual de Bertrand Russell. No está para izquierdismos mágicos, salvo cuando se enfrasca en García Márquez. Lejos de su ánimo incurrir en el PP ripioso de una delirante predicadora evangelista, pero nadie debería dar su voto por descontado. En estas, Yolanda Díaz no es la mejor opción progresista. Es todavía la única, aun a riesgo de que se reencarne en Nadia Calviño, una hipótesis que no cabe desdeñar.

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