ENTRE ACORDES Y CADENAS

Odio... Maldito odio

Decía Albert Einstein que una velada en la que todos los comensales estuvieran absolutamente de acuerdo era una velada perdida. Una sentencia, la dictada por el físico, de plena vigencia en la actualidad.

La divergencia de opiniones, lejos de ser considerada como lo que es, un signo de riqueza intelectual, ha pasado a ser despreciada, incluso perseguida, por aquellos que pretenden hacer de su simple opinión la verdad, absoluta e indiscutible, con independencia de los caudalosos ríos de argumentos contrarios a ella que se les puedan plantear.

Esto genera un grave peligro que, desgraciadamente, ya se ha hecho realidad: la polarización de la sociedad y el consiguiente el rechazo, no a determinadas ideas, sino, lo que es más grave, a las personas que las profesan. La máxima contemporánea es la siguiente: si usted no está de acuerdo conmigo en todo se convertirá en mi enemigo. Y como tal le trataré. Porque usted representa el mal y encarna la infamia. Ideas ambas que deben ser erradicadas para la construcción de un mundo en el que todos, idénticos, seamos por fin felices.

No hace mucho tiempo, mi sorpresa fue absoluta cuando un determinado medio de comunicación publicó una encuesta con la siguiente y única pregunta: ¿Saldrías con alguien de Vox? La mayoría de los encuestados respondió con un negativa rotunda. ¿Yo? ¿Con alguien de extrema derecha? Jamás.

Semanas más tarde, sin embargo, otro medio contraatacó y preguntó lo mismo pero al revés: ¿Saldrías con alguien de Unidas Podemos? A lo que sus lectores, de ideología contraria a los del anterior, contestaron de igual forma. ¿Con un rojo? Nunca.

Aunque no sólo la política edifica murallas e impide el entendimiento entre lo diverso. Existen otros muchos temas, algunos de relevancia social objetiva y otros inyectada, que dividen a la sociedad entre buenos y malos, según el bando en el que se encuentre cada uno.

Basta mencionar algunos ejemplos actuales: la pandemia de la Covid, el cambio climático, la memoria histórica, la Ley Trans. En todos estos supuestos se ha declarado y se declara la guerra, a veces sin cuartel, a todos aquellos que discrepan o simplemente, sin oponerse, manifiestan sus dudas, legítimas, sobre ciertas cuestiones en que se sustenta el discurso oficial.

Esta situación, por supuesto, no es casual. No se ha generado de la nada ni ha ido in crescendo por efecto del azar, siempre imprevisible por naturaleza. La cada vez más preocupante polarización de la sociedad ha sido provocada y continúa siéndolo por quienes, desde los extremos, todos ellos igual de perniciosos, pretenden llegar al poder o mantenerse en el mismo cueste lo que cueste, caiga quien caiga.

Recordamos aquellas sabias palabras del escritor canario Alexis Ravelo: «El poder no corrompe. Al poder se llega ya corrompido. Corrupto hasta la médula. O desde la médula. Nadie que no sea un miserable moral desea el poder».

El procedimiento es sencillo: si usted desea llegar al poder y, además, tiene la «suerte» de carecer de principios, si no le importa el bienestar de nadie y si es un ser moralmente corrupto, sólo tiene que provocar el enfrentamiento entre aquellos que, antes de su nefasta intervención, convivían pacíficamente.

Encuentre usted un enemigo, no importa quién sea, qué religión o ideología política profese o dónde haya nacido. Y azuce a los demás contra él. No es necesario ni siquiera que usted le odie. Basta con convencer a los demás de que, por cualquier razón que se invente, han de odiarle.

La historia, como decía Polibio o, más tarde, Montesquieu en su fábula de los trogloditas, es cíclica. Todo se va y luego, cuando menos lo esperamos, regresa. Así ha sido desde que el mundo es mundo.

Pero esto no impide que seamos capaces de recordar lo sucedido hace no demasiado tiempo en la vieja Europa. Todo debido al odio inducido por unos y por otros. El odio al diferente, al que no piensa como nosotros, al que discrepa, al de izquierdas, al de derechas, al extranjero, al judío, al musulmán, al homosexual. Odio que, al fin y al cabo, en cualquiera de sus manifestaciones, es el mismo con distinto maquillaje.

Sólo espero que, antes de que sea tarde, seamos capaces de reaccionar y, sobre todo, de dialogar y tratar de comprender siempre el punto de vista ajeno.

Nadie, por mucho que le pese, posee la verdad absoluta.

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