Hoja de calendario

¿Nacionalismo frívolo?

Carles Puigdemont.

Carles Puigdemont. / EUROPA PRESS

Antonio Papell

Antonio Papell

Quienes tuvimos la fortuna de conocer a Paco Fernández Ordóñez, socialdemócrata de la UCD, después ministro de González, coautor de la gran reforma fiscal de la democracia, impulsor de algunas reformas fundamentales como la promulgación de la ley del divorcio -combatida, como siempre, por la derecha montaraz, que no había dicho el sí definitivo a la Constitución-, conocimos su controvertible tesis de que el gran peligro de la estabilidad de la España contemporánea era la pulsión separatista catalana, no la vasca. En aquella época, ETA asesinaba a mansalva, por lo que la afirmación de aquel personaje extraordinario parecía una boutade. Sin embargo, el tiempo le ha dado la razón: extinguida ETA, la sociedad vasca se ha acomodado mejor que la catalana a gestionar su singularidad en el acogedor marco constitucional que ha reconocido sus derechos históricos. Cataluña, en cambio, una nacionalidad muy caracterizada, con unos rasgos culturales muy marcados, ha pasado del autonomismo tranquilo al soberanismo militante y desordenado.

La crisis de la autonomía catalana comenzó durante la segunda legislatura de Aznar, en que las relaciones Madrid-Barcelona cayeron en barrena. Pujol ya no concurrió a las autonómicas de 2003, que fueron ganadas por el PSC de Maragall en votos y por la CiU de Mas en escaños. Y se formó un tripartito PSC-ERC-ICV, que abordó una reforma profunda del Estatuto. El pacto suscrito, llamado Pacte del Tinell, recogía la confrontación que existía entre el PP y las fuerzas progresistas catalanas: «Los partidos firmantes del presente acuerdo -decía el texto- se comprometen a no establecer ningún acuerdo de gobernabilidad -acuerdo de legislatura y acuerdo parlamentario estable- con el PP en el Gobierno de la Generalitat. Igualmente se comprometen a impedir la presencia del PP en el Gobierno del Estado y a renunciar a establecer pactos de gobierno y pactos parlamentarios estables en las cámaras estatales».

El resto de la historia es conocido: en 2006, salió adelante la reforma estatutaria, negociada con Madrid; fue aprobada como es preceptivo por los parlamentos catalán y estatal y fue refrendada por el pueblo catalán. Pero, tras un escabroso trámite, fue finalmente desactivada por el Tribunal Constitucional, fuertemente presionado por el PP. Aquella frustración fue el germen de la disidencia catalana, que incluyó la consulta de 2014, las leyes de desconexión y el referéndum ilegal de 2017, el procés, las condenas y los indultos a los encarcelados.

En 2017, con Puigdemont en la Generalitat tras el veto impuesto por la CUP a Artur Mas, el nacionalismo se echó al monte. En septiembre de 2017 se aprobaron en el Parlament dos esperpentos jurídicos, la ley del referéndum de autodeterminación de Cataluña y la ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República Catalana, inmediatamente suspendidas por el Constitucional. El artículo 1 del texto de esta última establecía que «Cataluña se constituye en una República de derecho, democrática y social».

Sobre estas bases inconstitucionales, el Gobierno catalán convocó y celebró el referéndum el 1 de octubre de 2017, a pesar de las advertencias en contra. Puigdemont no llegó a proclamar la República y salió de España junto a un grupo de leales. Rajoy, con el apoyo de los socialistas, recurrió al artículo 155 C. E. y el conflicto se judicializó irremisiblemente, yendo a prisión los cabecillas que se habían quedado en Cataluña. La ruptura, por fortuna incruenta, fue drástica y radical, la empresas abandonaron el Principado y la sociedad catalana quedó conmovida y herida en lo más hondo. Sánchez, presidente desde 2019, ha practicado una política de distensión y alivio, que ha incluido los citados indultos y que ha dado resultado.

En estas estamos actualmente. Lo lógico es avanzar mediante un compromiso histórico (Puigdemont) que ponga fin definitivamente al conflicto. Pero ello requiere -lo ha recordado Juliana- que cedan ambas partes, y que los soberanistas renuncien claramente al unilateralismo. No tendría sentido que el Estado diera facilidades a una vuelta a empezar. Si así no se entiende, si no asimilan esta evidencia Puigdemont y Junqueras, se estaría entrando en el terreno de la frivolidad, en le que es imposible enderezar del todo la política y la convivencia.

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