ENTRE ACORDES Y CADENAS

Memoria democrática: falta muy grave

Francisco Franco, el Generalísimo, el Caudillo de España por la gracia de Dios, era un asesino. Y lo era lo pinten como lo pinten, pues las condenas de muerte firmadas de su puño y letra, que se contaron por miles durante su régimen, hablan por sí solas.

Es más, dos meses antes de su fallecimiento, en septiembre de 1975, cuando agonizaba en su cama, en vez de mostrar algo de piedad, se negó reiteradamente a indultar a cinco jóvenes condenados a muerte, que fueron ejecutados en las ciudades de Burgos, Barcelona y Hoyo de Manzanares. Sus nombres eran José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz, miembros del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP), y Juan Paredes Manot, alias Txiki, y Ángel Otaegui, integrantes de ETA político-militar. Todos acusados por delitos de terrorismo con resultado de asesinato. Es cierto. Pero también lo es que varios de los juicios adolecieron de irregularidades cuya inexistencia bien podría haber conducido a otro veredicto; que, en su caso, las penas impuestas bien podrían haberse conmutado por las de reclusión; y que las peticiones de clemencia a nivel nacional e internacional fueron tantas que incluso intervino, sin éxito, el papa Pablo VI.

Gonzalo Queipo de Llano, por su parte, era otro asesino. Basta con repasar sus innumerables frases, lanzadas por la radio durante la Guerra Civil, en las que llamaba a matar a cualquiera que no encajase en sus cánones. «Si algún afeminado -dijo un día-, algún invertido, se dedica a lanzar infundios alarmistas, no vaciléis en matarlo como a un perro o entregármelo a mí al instante».

Y la lista continúa. Durante la guerra: Carlos Arias Navarro, el ‘Carnicerito’ de Málaga o Juan Yagüe, el ‘Carnicero’ de Badajoz. Y, posteriormente, cientos de nombres que colaboraron en la celebración de juicios sumarísimos, en la ejecución de opositores políticos y en la represión que duró hasta bien entrados los años setenta.

Ahora bien, resulta, cuanto menos, paradójico, que, siendo esto así, que, siendo el franquismo un régimen autoritario en el que no tenía cabida la disidencia y, por tanto, en el que no se podía hablar para contradecir las máximas del movimiento, ahora nosotros, en democracia, con la finalidad de oponernos a él, utilicemos los mismos métodos de limitación de derechos que decimos despreciar.

Un ejemplo claro de ello es la llamada Ley de Memoria Democrática, aprobada en octubre del pasado año, ya que ésta, si bien contiene en su articulado preceptos que considero necesarios para reivindicar la memoria de quienes, en su momento, no pudieron ser despedidos por sus familias, otros de ellos constituyen, a mi juicio, una clara restricción de los derechos fundamentales a la libertad ideológica y de expresión reconocidos, respectivamente, en los artículos 16 y 20 de la Constitución.

En este sentido, el art. 62 de la citada ley tipifica como infracción muy grave, castigada con multa entre 10.001 a 150.000 euros, «la exaltación personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra o de la Dictadura, de sus dirigentes, participantes en el sistema represivo o de las organizaciones que sustentaron al régimen dictatorial».

Y yo me pregunto, ¿cuál es el sentido de esta prohibición?, ¿qué bien jurídico queremos proteger?, ¿el honor? Y si es así, ¿por qué, según los redactores de este texto legislativo, ha de primar el derecho al honor sobre la libertad de expresión cuando esta última, tanto por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos como por el Tribunal Constitucional, se ha considerado, en la mayoría de los casos, el derecho fundamental que ha de protegerse con mayor intensidad?

Lo cierto es que, en una democracia, cualquier persona, aunque a algunos nos resulte turbador y del todo reprobable, ha de tener derecho a ser franquista, a admirar a Franco, a colocar sobre su pared la bandera del aguilucho o a felicitar a Millán-Astray, ya fallecido, el día de su cumpleaños. Al igual que, en una democracia, cualquier persona, aunque también nos resulte turbador y del todo reprobable, ha de tener derecho a ser comunista, a admirar a Stalin, a Mao, a Ceaucescu o a Enver Hoxha, a colocar sobre su pared la bandera de la hoz y el martillo o la insignia del ‘paraíso’ albanés o a felicitar a Pol Pot, ya fallecido, el día de su cumpleaños.

En esto radica la libertad de expresión, en respetar las opiniones que no nos gustan o incluso aquellas que despreciamos. Porque, no nos engañemos, cualquiera respeta aquellas con las que está de acuerdo. En esto no hay ningún mérito. Y la democracia, la convivencia entre los distintos, requiere de cierto esfuerzo.

O prohibimos todo o permitimos todo. Y yo, como siempre, soy partidario de permitir, de no prohibir y de que sean los ciudadanos, educados y formados, quienes rechacen de plano a los autoritarios, sean de un lado o de otro, vistan de rojo, de morado, de verde o de azul.

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