Tribuna

Siete a cuatro

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Luis Sánchez Merlo

Luis Sánchez Merlo

Todo empezó en el otoño de 2017 cuando se produjo una grave insurgencia contra el orden constitucional. En abierta desobediencia al Tribunal Constitucional (TC), se aprobaron las leyes de ruptura que declararon la constitución de la República catalana y la desconexión con el resto de España.

Lo ocurrido fue un delito, en cuanto se trataba de un asalto ilegal e ilegítimo a la convivencia democrática. De ahí que la eventualidad de una amnistía se deba ajustar a las garantías que el sistema constitucional permita.

Tal como se está planteando, la amnistía –que cancela los antecedentes penales y no hay indemnización civil– vulneraría los principios de igualdad y legalidad así como la prohibición de los indultos generales, consagrados en la Carta Magna.

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El candidato propuesto por el rey a la investidura persigue una doble legitimación –a través del Congreso y el Tribunal Constitucional (TC)– que le pueda descargar de responsabilidades.

Con la mirada puesta en el TC y la validación de una hipotética ley de amnistía, el aspirante ha ofrecido –como garantía– que los acuerdos que alcance con los distintos partidos deberán pasar el tamiz del TC. Resultará del mayor interés el ejercicio de transparencia que permita conocer a quién se concede la gracia y por qué ahora.

La seguridad anticipada de que solo corresponde al TC reputar sobre la constitucionalidad de la amnistía no deja de ser una obviedad que demuestra que se estaría jugando con cartas marcadas.

El resultado, descontado de antemano con temeridad –7 a 4– en algo que afecta a la médula del Estado de derecho, no debería darse nunca.

Del mismo modo, resulta anómalo que la composición del Tribunal Constitucional tenga una ausencia, máxime para asuntos tan nucleares. Son 12 los miembros, pero en realidad hay 11 ¿Qué subyace a esta vacante?

Por lo que respecta a la legitimación a través del Congreso, para los críticos, sería una autoamnistía. Los mismos delincuentes que buscan ser amnistiados ¿tendrían que decidir en qué sentido votar?

Dejando a un lado el contorsionismo argumental, todo parece indicar que la decisión de colmar el anhelo de quienes –15,6% del censo electoral– se han arrogado la representación de Cataluña, está tomada.

¿Qué beneficios va a aportar a más de la mitad de los catalanes, ninguneados por quienes no respetan la integridad territorial de España y exigen la amnistía, un «pacto, ambicioso y duradero» entre socialistas y nacionalistas?

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El Tribunal Constitucional no puede convertirse en avalista del Gobierno. De ahí que el compromiso explícito suscita suspicacias, al haberse validado iniciativas del Ejecutivo, en virtud de la afinidad ideológica de los siete vocales progresistas ¿En otros tribunales constitucionales se integra a magistrados con un perfil adhesivo?

En aras de la objetividad ¿no sería preferible tomar los acuerdos por amplia mayoría? Y si es por unanimidad, mejor. Lo que muestra la experiencia es que sentencias unánimes, hay pocas.

Cada facción vota los intereses del partido que los apostó allí, y lo que resulta es un tanteo 7 a 4, que contraviene un principio esencial, la Constitución es indivisible.

Es lógico que cada juez tenga sus propias ideas políticas, pero cuando se emiten sentencias, la aplicación rigurosa de la ley requiere que las opiniones queden fuera. No puede haber jueces conservadores o progresistas al servicio de la política, sino juristas imparciales para la defensa del Estado de derecho.

Cuando un juez juzga a un político por incumplir la ley, no se judicializa la política, simplemente se pide cuentas a un delincuente.

¿Alguien puede siquiera imaginar que el presidente del Tribunal Constitucional alemán pudiera plegarse para hacer canciller a un candidato?

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En 2006, siendo fiscal general del Estado el actual presidente del TC se valió del uso alternativo del derecho, al mantener que el «vuelo de las togas» debía impregnarse del «polvo del camino». Lo que algunos consideraron una invitación a prevaricar.

El enfoque constructivista de los jueces «progresistas» –que implica una interpretación creativa de la ley por parte del juez y adapta la ley a las nuevas circunstancias sociales– ataca la esencia misma del Derecho: la seguridad jurídica.

La expansión correctora del TC, validando la mutilación –temporal e indefinida– de las competencias del Consejo General del Poder Judicial, incluida la provisión de puestos en los órganos jurisdiccionales, se hizo con una excepción: proponer –de forma vinculante– el nombramiento de dos magistrados para el Tribunal Constitucional.

El canje planteado era oblicuo: se prohibía al CGPJ nombrar magistrados en el Supremo, al tiempo que se le habilitaba para nombrarlos en el Constitucional.

Resultaba evidente que el tribunal de garantías constituía una pieza clave para el Ejecutivo, que asumió la retórica separatista: «La democracia –soberanía popular– está por encima de la ley».

Con precisión quirúrgica, en el órgano de garantías se hizo efectiva la nueva mayoría progresista y como estrambote, en un contrapoder independiente de los partidos políticos, la consagración del 7 a 4.

La amnistía acabará en el TC, que decidirá sobre la vigencia del principio de igualdad ante la ley y del Estado de Derecho. Lo que no parece razonable es que, sin haberse aprobado aún la Ley ni haberse formado Gobierno, puede adelantarse un resultado.

En el tema del recuento de los votos nulos –11-0– el TC, cuyas últimas decisiones han sido siempre favorables al Gobierno, en esta ocasión no le ha dado la razón, posiblemente para dar una apariencia de neutralidad.

Y una pregunta inevitable: ¿se ha convertido al Constitucional, como último tribunal de casación, en una tercera Cámara?

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En la frenética y apresurada reformulación, el TC se ampara en un mecanismo bien engrasado: el Gobierno legisla por decreto ley, nombra titulares afectos en instituciones –Fiscalía, Abogacía del Estado, Tribunal de Cuentas– y confina órganos de control y de consulta: Consejo de Estado, Consejo Fiscal y Consejo General del Poder Judicial.

Este es el proscenio en el que los intérpretes de la Constitución tienen que validar las exigencias procesistas –ley para la convivencia y consulta– con las que asegurar la elección de presidente del Gobierno.

Los efectos saltan a la vista. Sin el necesario debate y consenso político y social, su aprobación atenta contra la estabilidad del marco jurídico.

Una consulta supone admitir como posible la independencia. Si se autoriza la consulta sobre algo que es imposible, estaríamos admitiendo que el objetivo de la consulta es posible. Si lo consiguen, lograrían la carta de naturaleza para dar el siguiente paso.

Cuando, apoyándose en un amplio margen de interpretación, el activismo judicial traspasa los límites de la separación de poderes, los jueces asumen decisiones que incumben a los poderes legislativo o ejecutivo.

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Last but not least. Una amnistía por el mayor delito de corrupción, como es la malversación, ¿dejará indiferente a la Unión Europea, tan estricta con la corrupción?

La ley de amnistía la tendrían que aplicar los tribunales y pueden plantear una cuestión de inconstitucionalidad.

Vamos viendo…