725 PALABRAS

Tramoyistas

El momento en España se circunscribe a una guerra de unas más y otras menos despreciables guerrillas ausentes de toda política en las que, a la postre, perderán todas las partes involucradas

Juan Antonio Martín

Juan Antonio Martín

En base a la responsabilidad de sus ejercientes, la política con mayúsculas siempre tiene nombres y apellidos. Por el contrario, la política, como labor y doctrina relativa al gobierno y desgobierno de los territorios en sus diversas realidades para ejercerlo, más que nombre, de lo que goza es de categorema, es decir, en síntesis, desde el otero del entendimiento, el asunto se dirime entre la buena o la mala política y, últimamente, en función de sus actores, entre la pésima política por parte del gobierno y la aún más pésima por parte de la oposición. Nótese que, por mera costumbre, la responsabilidad del brillo y el desbrillo es más exigible al que oposita que al que ya opositó y ganó la plaza.

En realidad, el momento en España se circunscribe a una guerra de unas más y otras menos despreciables guerrillas ausentes de toda política en las que, a la postre, perderán todas las partes involucradas y, de rebote y en primera instancia, lo que se verá afectado es el grado de madurez política mantenida por un pueblo al que algunos, a modo de escuadrones del miedo, pretenden usar como ariete en un ejercicio de irresponsabilidad y torpeza difícilmente mejorables.

El desperfume de la política, histórica y lamentablemente forma parte del proceso de maduración fallida de sus perfumeros. La longanimidad de la política es una virtud a plazo creciente, que, curiosa y contradictoriamente, siempre termina siendo laminada por el tiempo, ese dios omnipotente que inocula el deletéreo virus de la imposible omnipotencia al zoon politikón moderno. El poder político mantenido desfigura y, siempre tirando a peor, transforma al personal que desde el puente de mando perjudica, y hasta impide, la mejor derrota del buque político y, por ende, la arribada más plácida a los puertos idóneos, cada vez.

La tramoya, además de merecer siempre la rima fácil de los poetas de cálamo de cemento, que haberlos haylos a mansalva, es parte intrínseca de la representación teatralizada que nos ofrece la mala política moderna. Por mi parte lo he intentado e intentado, créame, amable leyente, pero por más y más que he insistido nunca he logrado ver a Platón aplaudiendo a los estilosos artífices de la moderna política ortopédica –ni a los dantes ni a los tomantes–. El maestro, Platón, para general cocimiento, dejó escrito su desprecio por la retórica en el ejercicio principal de la política, por cuanto que la retórica, como herramienta, según él, respondía –y responde, según yo– más «al arte de vender el burro» y al arte de engatusar al frágil criterio del respetable, que a vigilar la justicia y la injusticia como parte íntima de las verdaderas obligaciones de los que, en teoría, se ganan la vida velando por la calidad de vida de aquellos a los que representan.

Desgraciadamente, en nuestra política patria los tramoyistas no son los dignos operarios que mantienen la luz, el sonido y el decoro de las cámaras alta y baja, y las de cada autonomía, sino que la tramoya política esencial ha tiempo que pasó a formar parte del propio perfil ortopédicamente profesionalizado de cada una de las señorías que, en esencia, debieran realmente batirse el cobre en defensa de aquellos que con sus votos les proporcionan sus sustentos, sea del color que sea cada voto, cada vez.

Pero, no, indeseablemente, en el ejercicio de la política moderna, demasiadas veces la mancha en el cristal de la ventana se confunde con la realidad del paisaje externo, lo que facilita, al menos en mi caso, que no sean pocas las ocasiones en las que mientras miro el panorama político sin apego de ninguna clase, en mi pensamiento comparezca el mismísimo Groucho Marx invitándome a parafrasear uno de sus pensamientos, siempre brillantes: «disculpen sus señorías si les llamo caballeros, pero es que no les conozco muy bien», dijo.

En política, la tramoya bebe más de la acepción particular de la RAE, que la define (copio y pego) como «enredo dispuesto con ingenio, disimulo y maña», que de cualquier otra acepción de nuestra brillante real academia, lo que explícitamente demuestra que la tramoya política, por sus actos teatreros, tiene más que ver con la astucia traicionera de don Juan respecto de doña Inés, su amada, que con la verdad en su floreado y brillante lenguaje embaucador.

Valga entonces una propuesta novedosa: ¡José Zorrilla for president!

Sea pues...