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El ingrávido vuelo de una brizna

Juan Antonio Martín

Juan Antonio Martín

Un día lo sentí y un venerable santón que me vigilaba de frente me advirtió de ello. Por primera vez, aquel día, mi oído superó a mi vista como herramienta sensorial. Sin serlo del todo, entonces, en presente, se me antojó que aquello era algo así como la demostración de un milagro.

–Sí, lo que escuchas es una brizna que te circunvuela, atiéndela –me dijo el santón.

Desconcertado le di las gracias reverencialmente, como corresponde en estos casos, y seguí mi camino, que no era ninguno o que eran todos, a saber... Aquel día, como tantos otros, caminaba a ningún lugar, pero sabiendo que llegara adonde llegara sería un buen sitio para llegar. En aquella situación mi consciencia sabía que, sin albórbola ni farolillos, el ritmo y el rumbo de mis pasos se estaban dejando guiar por los guiños de las luces y las sombras del entramado del lugar, que para muchos era un lugar santo.

Hasta donde alcanzaban mi vista y mi oído, el lugar era como unas serenas acuarelas, ora sonoras, ora visuales, ora ambas cosas a la vez. Desde aquel entonces, cuando rememoro el escenario, como es el caso de hoy en esta columna, alguna brizna, mil veces distinta, comparece y revolotea a mi alrededor, y me retrotrae a aquel místico momento que reinventó mi particular percepción de los espacios y las situaciones que me han rodeado a lo largo de mi vida. Todo es infinitamente más cálido cuando nos acompaña el ingrávido vuelo de una brizna.

Las briznas y sus vuelos son realidades apodícticas que a veces hacen acto de presencia como premios y a veces como castigos que nos circunvuelan en el sentido de las agujas del reloj o en su sentido contrario, como si las briznas intentaran demostrarnos a los hombres, los seres más listillos de universo conocido, que, para crecer, los vientos, las briznas y los campos son más sabios que todas las facultades de agronomía del planeta unidas.

Las briznas, como los políticos que viven de serlo, pero en el buen sentido, son las pasajeras de los vientos más convenientes cada vez. Las briznas del este y las del oeste, contrariamente a la política, no entienden de derechas o izquierdas, según se mira la carta de navegación. Y las briznas del norte y las del sur, tampoco.

–¡Quién fuera brizna y quién fuera viento –¿verdad don Pedro, verdad, don Alberto?!

Más allá de la influencia de las briznas, la mitad de los seres humanos somos lo que somos por pura ilación, es decir, como consecuencia directa de la inferencia de nuestros propios éxitos y fracasos. El resto, o séase, la otra mitad restante, somos esclavos de lo que somos porque nos empecinamos en que el entorno y los credos se circunscriban a nuestra particular visión del mundo. En cada ser humano subsiste un pretensioso dios contrahecho de falsa escayola que nos impele a adecuar cada presente a nuestros particulares intereses. Ocho mil millones de humanos, ocho mil millones de dioses contrahechos. Chispa más o chispa menos...

–¿No es cierto, doña Yolanda, no es cierto, don Santiago?

Desde niño, anteayer mismamente, cada vez que escribo Santiago refiriéndome a uno o a todos los Santiagos de la tierra, tengo tendencia a rematarlo con un sonoro «y cierra España», y cada vez con más frecuencia reacciono y evito esa añosa muletilla, porque España, especialmente en estos momentos, luciría más y mejor manteniéndose bien ventilada, bien aireada, bien oreada, bien oxigenada... Ahora, especialmente ahora, es tiempo de que corran todos los vientos portantes que nos socorran con todas las briznas nutricias. De hecho, lo que acabo de expresar, pero en sentido contrario, no es cosa nueva, rememoremos a Sancho, si no, cuando refiriéndose a lo de cerrar España con su innata bonhomía bonachona expresó su duda aquella de:

–¿Está por ventura España abierta, de modo que es menester cerrarla, o qué ceremonia es esta?

Para el que le escribe, amable leyente, cada vez es más evidente que sin la participación de Sancho nuestra obra más universal habría sido otra cosa mucho menos brillante. De hecho, Cervantes, creando el personaje demostró que nada más equilibrante para los furibundos personajes fabuladores que un apacible gordito bonachón sin más prisas en su existencia que las de sus propias necesidades fisiológicas.

¿Es o no es así don Pedro, doña Yolanda, don Alberto y don Santiago...?

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