Opinión

Lebrero: la excelencia está en el arrojo

José Lebrero, con su hasta ahora jefe, Pablo Ruiz Picasso.

José Lebrero, con su hasta ahora jefe, Pablo Ruiz Picasso. / L. O.

Víctor A. Gómez

Víctor A. Gómez

Recuerdo cuando José Lebrero, flamante exdirector del Museo Picasso Málaga, me sugirió una lista de películas para un ciclo de museos y cine que pretendía montar. Yo incluí Museum Hours, una estupenda cinta entre la ficción y el documental de Jem Cohen que apenas se había visto (la verdad es que tampoco se ha proyectado mucho desde entonces). Ni corto ni perezoso, Lebrero aceptó algo que era más un desafío que una recomendación y consiguió una copia (nada barata, por cierto) para su exhibición, sin subtítulos (en la película, que transcurre en el Museo de Historia del Arte de Viena, se habla en inglés y en alemán) y me invitó a presentarla en el Auditorio del Museo Picasso Málaga. Valga el episodio para exponer uno de los principales valores de Pepe: su particular arrojo y su tremenda perseverancia para hacerse amigo de los retos. Cuando el otro día nos envió a todos los periodistas, colaboradores y contactos profesionales un email comunicándonos su adiós definitivo al Palacio de Buenavista, lo primero que pensé es en el listón tan alto que le deja a su sucesor o sucesora.

Porque para muchos el Museo Picasso Málaga es José Lebrero (Barcelona, 1954). De los 20 años de existencia de la pinacoteca, 14 han sido con él al timón. Sus predecesores, Carmen Giménez, que abandonó el barco tras haber levantado el proyecto, y Bernardo Laniado-Romero, su mano derecha, ocuparon los estupendos seis primeros años del museo, los del lanzamiento y su primera consolidación. Ambos, además, formaban parte del estrecho círculo de confianza de los Picasso, Christine Ruiz-Picasso y su hijo Bernard, los mecenas del centro. A Lebrero, un profesional elegido por concurso, que no provenía de ese círculo íntimo, le tocó bregar con una etapa menos glamourosa, pasada ya, digamos, la novedad y, sobre todo, despojar al espacio de ese aire de isla cerrada, francesísima, demasiado exquisita, alejada de la ciudad que parecía lastrar al primer Museo Picasso Málaga entre la ciudadanía.

Lebrero diseñó y desempeñó una línea de trabajo marcada por la excelencia, la apertura de miras (trascendiendo el picassocentrismo y prestando sus paredes a autores y autoras fundamentales y, a veces, absolutamente ajenos al universo del genio malagueño) y, sí, el atrevimiento. A veces, la verdad, el arrojo fue sobrevenido: como cuando Christine Ruiz-Picasso exigió su dimisión por «utilizar políticamente el nombre de Pablo Picasso» en la muestra Viñetas en el frente, una muestra que había sido aprobada un año antes por el patronato del museo. Eso fue en 2011. Pepe se mantuvo firme entonces y ahí siguió, hasta ahora.

No conozco a Lebrero más allá de los apresurados saludos y conversaciones en las inauguraciones, las fiestas culturales y de nuestro fructífero intercambio de emails sobre músicos y discos de jazz (una de nuestras pasiones compartidas; en mi caso se queda en nada más que disfrute, en el suyo, en algo mucho más provechoso: creó un excelente ciclo de jazz en el Picasso, que ha traído a musicazos como Fred Hersch, Marc Ribot, Marilyn Crispell o Geri Allen). Alguna vez me lo he encontrado, en fin de semana, por un paseo marítimo, caminando a buen ritmo, concentrado en cualquier disco jazzístico, con ese aire de geniecillo alocado, habitante siempre de otro mundo que no es el nuestro. Cuando le veía alejarse me reconfortaba saber que alguien así era una de los gestores de nuestra cultura.

Pero, todo hay que decirlo, muchas de las personas que han trabajado a su lado estos años no tienen precisamente las mejores palabras hacia él. Sotto voce, en petit comité y en los privados de las redes sociales, le han acusado de despotismo y de estresar hasta la baja laboral a algunos empleados. Quizás, no he estado en esos despachos, fuera todo consecuencia del perfeccionismo, de esa autoexigencia que un gestor que tiene a su cargo cerca de 13 millones de euros y que luego es el que pone su rostro cuando las cifras de taquilla vienen mal dadas; quizás, directamente, tenga un carácter difícilmente soportable, directamente imposible, cuando entraba por la puerta del Palacio de Buenavista. Ya digo, ni idea. En todo caso, denuncias por mobbing, desde luego, que se sepa, no ha habido.

Yo echaré de menos a Pepe. Ojalá me lo siga encontrando por ahí aunque él continúe en su mundo.

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