725 PALABRAS

Benditas rarezas

Juan Antonio Martín

Juan Antonio Martín

Testa de pelo ausente. Barba poblada, rizada y cana. Septuagenario, quizá en la segunda mitad de ese ciclo en aquel entonces. Esmirriado, patilargo y pálido. De tan aristotélico mirar que terminó permanentemente viendo a través de sus ojos, los de Aristóteles. Griego por capricho de la naturaleza y belga por propia elección. Aunque él, vez tras vez, repetía que era «belga por amor in pectore», a mí lo que realmente me demostró el tiempo es que lo fue por su declarado amor a la cerveza trapense y a los gaufres que engrandecen las realidades de Bélgica. El personaje se llamó Kalisthénis, pero yo prefiero seguir llamándolo Kalist, que es como él querría que yo lo llamara.

De profesión Kalist fue arquitecto, músico, filósofo, pintor, escritor y poeta, y de manera muy vocacional un erudito en sus benditas rarezas. Casi todas sus identidades ocupacionales se solaparon en el tiempo por épocas y en cada una de ellas brilló con luz propia. Cuando se dirigía a mí me llamaba Mārs, en honor al dios romano de la guerra, «porque tu apellido, Martín, tiene sus raíces en el dios Marte» repetía una y otra vez.

–Mārs, ¿por qué los sapiens cuando queremos ver claramente un asunto cerramos los ojos? ¿No te parece una contradicción? –me preguntó a los diez minutos de habernos conocido, además, para mayor inri, sin que su pregunta viniera hilvanada con ningún tema en particular.

Como si fuera anteayer, recuerdo que su pregunta me resultó tan intensamente insólita que con la inmediatez de un rayo me trajo a la memoria a Lippmann, el periodista estadounidense que con su afilada pluma aseveró algo así como «donde todos piensan lo mismo nadie piensa demasiado». Desde el minuto uno de aquel encuentro supe que aquel sapiens no era un sapiens vulgar, así que sin ni tan siquiera intuir el porqué de aquella pregunta a boca jarro, preferí que fuera el «loquero» que vive en mí el que le respondiera:

–Kalist, en determinadas circunstancias el reflejo de cerrar los ojos es un automatismo adquirido que nos ayuda a concentrarnos sin que nada exterior a nosotros nos distraiga de nuestro quehacer en ese momento –y proseguí:

–Tan así es lo que te acabo de afirmar que nuestro gesto, cuando somos capaces de mantenerlo activo el suficiente tiempo, también consigue que los decibelios de nuestro derredor bajen, hasta el punto de que, a veces, en determinadas ocasiones, todo el ruido que nos rodea se convierte en un silencio audible para nuestro cerebro durante el tiempo que dura nuestra experiencia.

Tras un silencio trascendental, fui yo quien le preguntó:

– Kalist, ¿has leído El Principito, de Antoine de Saint-Exupery?

–Sí, varias veces en cuatro idiomas, además del ruso –me contestó.

Confieso que, aunque me sentí abrumado, supe reaccionar en defensa propia. A más hablara él, menos opiniones habría de manifestar yo, así que sin darle tiempo le pregunté:

–¿Y qué lees tú en el secreto que el zorro le regaló al principito cuando le aseguró que «lo esencial es invisible a los ojos»? –inquirí.

–Verás Mārs, sin pretender corregir ni enmendar al aviador, hace años, muchos, que, para mi uso, redefiní ese pensamiento y, a estas alturas, cuando acudo a él, subconscientemente muto «lo esencial» y lo convierto en «lo obvio», que, a mi entender, remata mucho mejor y más rotundamente el pensamiento de Saint-Exupery, porque lo «esencial» a veces es desmenuzable y, por lo tanto, definible y maleable. Resumiendo, lo obvio, desde una mirada universal, es mucho más invisible que lo esencial.

Desde aquel primer encuentro raro, o mejor, exótico, hasta su encuentro con la parca mantuvimos una amistad de años sin pausas ni prisas, a lo largo de los cuales me embriagué con sus benditas rarezas y con sus consiguientes resacas que, sucesivamente, me ayudaron a comprender con más amplitud de miras que lo obvio es invisible y que, a los efectos intencionados de los políticos que viven serlo, esa verdad inapelable se les ha convertido en la instrumentalizada capa de la invisibilidad que les permite mentir sin reparos y, a la par, perpetuar mañosamente la obviedad de sus razonadas sinrazones invisibles, a veces tan pintorescas como deletéreas, porque tanto monta, monta tanto...

Allende esté mi amigo Kalist seguro que hay luces que lo alumbran y que iluminan sus benditas rarezas que desde su invisible obviedad compartió conmigo sin condiciones.

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