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Lo obvio y lo imaginario

La imaginación, como antinomia de la obviedad, forma parte de la aportación del ser humano al mundo de las ideas, de los anhelos, de los sueños, de las promesas, de los deseos

El primer ministro israelí, Binyamín Netanyahu, durante un debate

El primer ministro israelí, Binyamín Netanyahu, durante un debate / EFE

Juan Antonio Martín

Juan Antonio Martín

La obviedad es parte intrínseca de la realidad, que es donde mora la verdad, según Aristóteles. De lo expresado se infiere que lo obvio forma parte de lo no discutible, obviamente, excepto en el mundo de los políticos que viven de serlo, un mundo en el que sin obviedades sui generis pocos o ninguno resistirían. Medítese, si no, la inmejorable machada de la renovación del Tribunal Constitucional de España, que está dejando en bragas a los mismísimos sitios de Zaragoza, que fueron dos.

La imaginación, como antinomia de la obviedad, forma parte de la aportación del ser humano al mundo de las ideas, de los anhelos, de los sueños, de las promesas, de los deseos... Si no, amable leyente, sin imaginación, ¿qué habría sido de las letras y de sus riquezas universales? Sin ir más lejos, ¿qué habría sido de la imaginación sin la vida y obra de Cervantes y, especialmente, de las andanzas vividas por el hidalgo Alonso Quijano a lomos de Rocinante, aquel rocín flaco que ni Babieca el del Cid lo igualaba, en palabras del propio Cervantes? Don Miguel rompió el molde de la imaginación con aquella obra que uno no se cansa de leer, en la que toda la humanidad se ve reflejada.

Lo imaginado y lo obvio, en sus raíces son polaridades recíprocas, aunque por simple ilación de la realidad es incontestable la obviedad de que el ser humano es un ser tan imaginativo como obvio, pero eso sí, cada cual a su manera. Valga, como muestra, el botón de ejemplo de Picasso y su Guernica en un sentido, y el de Putín y Netanyahú en sus recientes y deletéreos infortunios en otro sentido –insisto en el contenido de mi último artículo en el que aclaraba que, particularmente, gusto de acentuar Putín y Netanyahú, por si los afiladísimos acentos de nuestra lengua sirvieran para algo con ellos–. En este sentido, valga mi más sentido y caluroso aplauso para don Pablo y mis más dedicados salivazos para don Benjamín y don Vladímir, porque con sus persistentes y cerriles obviedades niegan la bondad y la belleza del individuo humano.

Por cierto, qué pensarán don Benjamín y don Vladímir del entendimiento de Jules Renard cuando expresó aquello de «¿Qué es nuestra imaginación comparada con la de un niño que intenta hacer un ferrocarril con espárragos?» Enorme Renad.

Lo obvio y lo imaginado cobran un matiz científico en la filosofía de la Escuela Gestalt, una de las grandes terapias psicológicas que con la intervención de Fritz Perls fue ganando cuota profesional hasta nuestros días. Lo obvio y lo imaginario cobran un especial relieve en esta escuela cuyo principio de base defiende que «el todo es más que la suma de sus partes». Perls, todo un personaje, nos brindó un legado de sabiduría que queda reflejada en uno de sus pensamientos que tienen todo que ver con el título del presente artículo: «Aprender no es más que descubrir que algo es posible. Enseñar es mostrarle a alguien que algo es posible».

Lo obvio es lo innegable, lo cierto, lo patente, lo indiscutible... lo imaginario es lo que se agrega a la realidad, es decir, lo que se puede percibir subjetivamente, ver, oír, sentir, tocar... Lo imaginario es lo que cada cual agregamos mediante la percepción, es decir lo no obvio. La Gestalt nos explica como individuos mediante el acrónimo PISH (Percibo, Imagino, Siento, Hago).

Más allá del cariz psicológico de lo imaginario, en el fondo más trascendente de la persona, que vive justo en la invisible frontera entre lo imaginado y la quimera, la imaginación es un preciado bien de dioses que facilita y permite dar juego a los floretes de la metáfora y el pleonasmo sin que ninguno de ellos se convierta en un arma pensada para la autolisis del esgrimista, aunque a veces llegue a ocurrir.

Lo obvio no pocas veces es una realidad compartida, por cuanto que la percepción demasiadas veces lleva en sus venas sangre de cordero dócil, adocenadamente adaptado al medio para no parecer distinto, por cuanto que los distintos, por lo general, vienen a cachifollar el sacrosanto sistema que demasiadas veces no merece el respeto ni de sí mismo. Por el contrario, lo imaginario, por su propia definición, da rienda suelta y cancha a la singularidad que distingue al genio que representa el espejo frente a la masa.