Opinión | Tribuna

Día Internacional de los Escritores

Decía el Nobel Saramago: «He aprendido a no intentar convencer a nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro»

Una máquina de escribir

Una máquina de escribir / L.O.

El telediario me recuerda que hoy es día de dedicación especial. Cada 3 de marzo se celebra el Día Internacional de los Escritores para reconocer su labor y contribución en todos los ámbitos. Curiosamente, hoy no he escrito prácticamente nada, salvo responder a algunos correos. Pero no quiero que pase el día sin dejar mi apunte sobre esta celebración.

Escribir es simplemente un acto que aprendemos mediante la formación escolar, pero ejercer de escritor, obviamente, es algo mucho más complejo, porque requiere cierto manejo del lenguaje, de la forma y estilo de expresión, del uso de vocabulario y de las estructuras sintácticas y gramaticales… Si es poeta, la cuestión se complica más aún, pues, además de la especial sensibilidad que se requiere para ver el mundo desde la lírica, de esa sublime expresión emocional, capaz de despertar en el lector las sensaciones que transmite el poeta, es necesario dotar al poema, en según qué casos, de métrica, rima y musicalidad que apoyen la sensible expresión de un sentimiento. Aunque sea en verso libre o blanco, siempre, el ritmo es elemento ineludible en una composición poética.

Para ser escritor hay que querer, poder y saber serlo. Querer es vocacional, o al menos una acto volitivo; poder es poseer los medios necesarios para ejercerlo, como inteligencia, capacidad cognitiva, disponer de recursos y tiempo, etc.; saber es conocer la técnica para la estructuración del discurso, del texto, el manejo de la semántica, los sintagmas y oraciones, del lenguaje en su sentido más amplio, el vocabulario y la sintaxis como ya he dicho… o sea, saber cómo ejercer bien el oficio.

Pero hay algo que escapa a este simple razonamiento estructurado y frío que raya en el mecanicismo impersonal. El escrito trasciende a través de sus textos. Deja constancia de un pensamiento, de sentimientos y emociones, de historias y explicaciones, de formas de ver y analizar la realidad y el entorno o de fantasías y utópicas ideas que fragua en su interior. El escritor abre su corazón y su mente al público a través de la expresión de su pensar. Siembra, en el campo de la conciencia y el conocimiento ajeno, la semilla que brota y proyecta en su escritura. Su trascendencia será mayor o menor en función de su credibilidad, de su capacidad de razonar y exponerlo de forma entendible, del potencial de convicción de su discurso y de armar un entramado argumental atrayente y, lógicamente, de su fama. Todo ello se traduce en su facultad de influencia, que no depende tanto de su deseo de ejercerla como de la disposición del receptor, que computa y razona lo que lee, dentro de sus parámetros habituales de comprensión y motivación que siente sobre la temática.

Existen otros muchos factores interesantes que nos explicarían el porqué escribe el escritor. Muchos lo hacen por placer, o por hurgar en su interior y sacar a la luz aspectos ignotos, desconocidos, que se ocultan o dormitan en nuestra mente; o lo que es lo mismo, para conocerse mejor, el autoconocimiento que sigue siendo una incógnita, dado que tenemos conciencia parcial de nuestro ser integral en función de lo vivido. Pero otras veces es una necesidad de proyección exterior, de cara al público, donde juega el ego y el deseo de reconocimiento social, de prestigio intelectual o de ejercer un oficio cuando este ejercicio es rentable. También podría considerarse como acto de adoctrinamiento, de trasmisión de ideas y pensamientos con la intención de conformar el pensamiento ajeno. No obstante, existe una sublime idea, al menos para mí, que sería el compromiso social para exponer ante los demás tu libre pensar o tu creatividad como elemento intelectual nutriente, con objeto de que cada cual pueda servirse, en plan buffet, lo que estime acertado. Decía el Nobel Saramago: «He aprendido a no intentar convencer a nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro». Por tanto no hablamos de convencer sino de exponer al otro un menú por si es de su agrado. Como en todo menú, el resultado final es la absorción de los nutrientes y la defecación de lo tóxico según sea el aparato digestivo del receptor. Por otro lado, tengo oído que el profesor Tierno Galván solía decir que se ha de leer como beben las gallinas. Los que tenemos la suerte de habernos criado en un pueblo sabemos muy bien como lo hacen: toman el buche y levantan la cabeza mirando al cielo, como si estuvieran meditando, aunque lo que persiguen es tragar fácilmente el agua, que baja por el influjo de la gravedad.

En todo caso, el escritor, como comunicador que es, revestido de cierta autoridad y trascendencia, debería asumir su papel con suma responsabilidad pues, al fin y al cabo, se le supone poseedor de credibilidad y capacidad de influencia en su entorno. Pero, además, si se considera intelectual, me refiero a su dedicación al entendimiento, debería marcar con su dedo el horizonte, la utopía que indica la luz, el camino al mejor destino de nuestra sociedad y, consecuentemente, de la humanidad.