Opinión | Tribuna

Jorge Olcina Cantos

Un litoral sin costa

En nuestro país, muchos tramos de nuestro litoral se han quedado sin costa

Uno de los pantalanes del litoral de Marbella, con la sierra Blanca al fondo.

Uno de los pantalanes del litoral de Marbella, con la sierra Blanca al fondo. / L.O.

Nos gusta contemplar el mar. Es algo enigmático, hipnótico, consustancial al ser humano. El mar asusta y encandila al mismo tiempo. La vida humana se genera en medio acuoso y estar cerca del mar nos devuelve, en cierto modo, a nuestro origen. Necesitamos tocar, sentir el agua. El mar es el hermano mayor de todas las aguas terrestres. El simple avistamiento puntual desde una playa o un acantilado ha ido evolucionando hasta desarrollar equipamientos o viviendas permanentes en primera línea de costa que permitan garantizar un disfrute continuado, permanente. Las sociedades en todo el mundo se han «litoralizado». El gran porcentaje de la población mundial vive o trabaja cerca del mar. Y cuando no lo hace, busca los medios para hacerlo. La actividad turística ha permitido este disfrute puntual, estacional, del mar.

Los espacios próximos al mar han ido ganando protagonismo social y peso económico a lo largo de la historia. En las economías occidentales, la transformación de la primera línea de costa y de su franja litoral adyacente ha sido muy intensa, extenuante incluso en algunas zonas, en las últimas décadas. El litoral mediterráneo español o la costa canaria son un buen ejemplo de ello. Este proceso ha permitido un desarrollo económico y una mejora del nivel de vida impensables hace medio siglo; con sus claroscuros, por supuesto. Con una pérdida importante de calidad ambiental, con aparición de desigualdades sociales, con destrucción irreversible de paisajes y de formas litorales, con contaminación del suelo, del aire, del agua. Es el precio del crecimiento. La posibilidad de contemplar el mar, a pocos kilómetros de la línea de costa, se ha vuelto en muchos tramos de nuestro territorio, imposible. Algunos tramos costeros se han «privatizado» impidiendo el disfrute universal contemplado en las leyes y en el propio uso racional, ético, del territorio.

En nuestro país, muchos tramos de nuestro litoral se han quedado sin costa. En unas ocasiones por el propio crecimiento urbano, en otras por implantación de equipamientos que han roto la dinámica natural de la franja costera o porque la regulación de los ríos ha eliminado los aportes de arena al mar; y, también, porque directamente se han ocupado tramos de playa, de dunas o de acantilados con viviendas. En cualquier caso, son extensas las zonas de nuestro país donde el litoral se ha quedado sin espacio costero libre y útil para el aprovechamiento colectivo. Las leyes, en muchos casos, se ha producido después de esta transformación, de la ocupación del bien público. No es un problema exclusivo de España. Pero, tal vez, en nuestro país la solución a este problema ha sido poco eficaz, poco pensada, poco consensuada. Y eso genera conflicto permanente. Y el conflicto va siempre en detrimento de la conservación del medio natural.

A todo esto se van a sumar en los próximos años dos efectos directos del actual proceso de cambio climático: la subida del nivel del mar y la frecuencia mayor de los temporales marítimos que generan oleajes de impacto en la franja costera. Esto segundo es lo que, de momento, más preocupa en las investigaciones de cambio climático por las consecuencias que ya se están notando en muchos tramos de la costa española.

La reciente sentencia del tribunal supremo por la que se deroga el reglamento de Costas de 2022 es una noticia preocupante para el futuro de muchos tramos de costa de nuestro país. Preocupante porque sale perdiendo el medio natural costero. Preocupante porque manifiesta poco cuidado en la tramitación de leyes fundamentales del Estado. Preocupante porque el efecto retroactivo en la determinación de periodos concesionales nos devuelve a una ley, la de 2013, que se quitó de encima el problema de las concesiones tirando el balón de una patada hacia adelante sin tener en cuenta el efecto posible, ya manifiesto en algunos tramos de la costa española, del cambio climático. El resultado de esta sentencia es la tranquilidad momentánea para los concesionarios que ocupan el dominio público marítimo-terrestre y el nuevo retraso para la necesaria solución, cada vez más urgente, a la ocupación ilógica de la primera línea de costa. Ahora habrá que esperar a la tramitación de un nuevo reglamento, en una situación política bastante inestable en nuestro país. Con lo cual, pasarán varios años hasta que se solucione este desafuero.

En conferencias últimas sobre el cambio climático actual y sus efectos me preguntan por el futuro de viviendas que ocupan el dominio público en la costa mediterránea. La respuesta es clara. De entrada, a todos nos gustaría ver playas y dunas sin ocupación de viviendas. Pero la realidad es más compleja. Hay ocupaciones muy antiguas que otorgaron derechos de propiedad. Y luego vinieron las leyes modernas a matizar la situación jurídica de esta ocupación imponiéndoles el derecho de un dominio público en la costa como conquista social. En la solución a este problema territorial un criterio a seguir sería aquel que indica que dónde exista ocupación permanente de dichas viviendas y los recientes temporales (por ejemplo, la borrasca ‘Gloria’) hayan manifestado que esas viviendas corren elevado riesgo de desaparición, no queda otra que desalojar ese tramo de costa ocupada. Resulta utópico por irrealizable plantear obras de defensa de gran impacto para proteger este tipo de tramos de la costa.

El desalojo de estas áreas tiene que ser pactado entre las administraciones y los concesionarios. No se puede entrar sin más con una excavadora a tirar esas viviendas. Es necesario planificar la desocupación ofreciendo terrenos a los actuales concesionarios tierra adentro para que puedan trasladarse, con beneficios fiscales o financieros preferentes. Para otras situaciones de ocupación de la costa donde no haya riesgo para la vida humana, debe estudiarse cada tramo costero con detalle, elaborando cartografía de riesgo y modelos de funcionamiento del oleaje y el nivel del mar para las próximas décadas. Y con esos datos científicos pactar las soluciones. El dialogo entre las partes implicadas en estos casos es imprescindible. De no ser así, el conflicto está asegurado.

Algunas Comunidades Autónomas se disponen a aprobar o modificar leyes o planes de ordenación del litoral -no de la costa, porque esto es competencia estatal-. Es importante que los primeros metros de la franja costera estén bien ordenados, con el dominio público bien establecido y con un espacio colindante que asegure la dinámica natural de estos territorios frágiles donde confluyen intereses contrapuestos. En caso contrario, aumentarán sin dudan los tramos del litoral sin costa. Un litoral condenado a perder valor puesto que su principal activo, la costa, seguirá perdiéndose por su profunda transformación, por su alteración irreversible y, además, por el efecto del cambio climático. Y todos estos procesos tienen una misma causa: el ser humano.

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