Opinión | Ruegos y preguntas

Cuando estaba Paquita

El Jueves Santo huele a muchas cosas. Huele a pan y vino. A bandolero. A romero. A sudor legionario. Es un día de gentío y alboroto, de bulla en cualquier calle

Cuando estaba Paquita.

Cuando estaba Paquita. / L. O.

El Jueves Santo huele al recuerdo de los Viernes de Dolores por la calle Alta, cuando la Santa Cruz nos congregaba a todos los que nos creíamos lo suficientemente mayores para poder estar allí. El Jueves Santo huele a muchas cosas. Huele a pan y vino. A bandolero. A romero. A sudor legionario. Es un día de gentío y alboroto, de bulla en cualquier calle.

Cuando era pequeño, era el día en el que había un hueco en las procesiones por la ausencia del Mutilao. El día en el que desfilaban los 'gurripatos' con la Misericordia y yo me fijaba en el redoble tan característico de sus tambores. Siempre se decía que era el día grande de Málaga, y ciertamente para mí era un día grande, pero no por nada de lo que escuchaba yo. Para mí era grande, y lo sigue siendo, porque el Jueves Santo es el día de la calle de los Mármoles. El día en el que pasabas varias veces por delante del inmenso local que tenía la zapatería Los Guerrilleros en la esquina con Alonso de Palencia. El día en el que el traslado de Zamarrilla te hacía reconocerte en tu barrio, en las calles de toda la vida. Mi zona, mis calles, mi vida. Porque Zamarrilla sale justo donde mi padre le compraba los chumbos al mismo señor cada año, frente a Fotovisión, donde también revelaba los carretes de 24 o 36 fotografías. Cerca de donde yo descubrí lo que era una tapa, sobre el albero de Los 21, y más adelante en la barra de Los Barrigones. Donde, tras hacer la primera comunión, conocí a Felipe Reina en las misas de La Amargura, con ese coro multitudinario en el que, sin yo saberlo todavía, cantaban personas que luego pasarían a formar parte de mi vida. Donde pasaba cada día camino de la Escuela de Idiomas. Cerca de donde mis padres me compraron mis primeras figuras de escayola para pintarlas con las pinturas de la pajarita, en una tienda de manualidades de cuyo nombre no me acuerdo, pero cuyo local ahora es regentado por una familia asiática que vende frutas y verduras, en la esquina con Peso de la Harina.

También cerca de Ecoprix, la tienda de ropa y complementos del hogar en la que recuerdo entrar acompañando a mi madre y cuyo letrero en la fachada, ovalado y en colores blanco y naranja, nunca se me olvidará. Allí, durante toda mi vida, siempre estuvieron presentes la ermita y la Zamarrilla. Y Paquita. Paquita era la abuela de mi buen amigo Nacho, y madre de su madre Mavi, la vecina que me enseñó a sumar fracciones en 6º de EGB.

Zamarrilla | Jueves Santo 2023

La cruz guía de Zamarrilla. / Gregorio Marrero

La guardesa de la ermita

Pero para mí Paquita nunca fue ni abuela ni madre, para mí era la de la ermita. Una señora afable, hija de José y Salvadora, los guardeses de la ermita, que habitaron en ella durante años. Allí dentro creció Paquita, allí se hizo mujer, cuando la gente vivía en los lugares que cuidaba, como los porteros de antaño. Allí creció viendo cómo sus padres recibían a los feligreses en la ermita como quien recibe a un hijo. Ellos te explicaban, te atendían. Allí te hacían sentir exclusivo, cuando la exclusividad no era una experiencia que diseñaba una empresa en base a un algoritmo que sabe lo que te gusta, sino que te la ofrecía de forma natural una persona mayor, con educación, sabiduría y saber estar.

Pasear por los alrededores de la ermita, para el niño que fui, iba unido a la ilusión de encontrarme con ella en los alrededores de mi bloque, para tener unos minutos de charla en los que ella recordara vivencias y anécdotas de su familia en la ermita. Allí sigue hoy la ermita, y desde allí saldrá hoy la Zamarrilla. Y por allí seguiré pasando cada vez que pueda, en busca de la ermita. Como cuando estaba Paquita.