Hay domingos, o martes, en los que es mejor no salir de casa. Sobre todo si el plan para la jornada nos expone a uno de esos deportes de riesgo en los que cualquier mínimo incidente puede terminar en tragedia. Luego manda la capacidad aventurera de cada uno. Pero insisto en que en ocasiones debería imponerse el mando a distancia a cualquier disciplina que nos pueda dejar bastante tiempo, o incluso indefinidamente, en standby.

La mañana dominical de ayer se torció en Matalascañas por culpa de una práctica en apariencia liviana: el golf. Jubilados de media Europa eligen nuestra comunidad autónoma, y especialmente la Costa del Sol, también apodada como la del golf, para lanzarse a la aventura de embocar la bola cual Tiger Woods. Pero con demasiada frecuencia no reparan en las muchas trampas que esconde un deporte en teoría «sosegado».

Un jugador británico que no sabía nadar perdió la vida, ayer mismo, de una forma que merecería por sí sola un capítulo entero de ese serial titulado 1.000 maneras de morir. Pensó, estoy casi seguro, que los lagos que dan vistosidad a los hoyos tienen un palmo de profundidad. O que incluso forman parte de un decorado, a lo Show de Truman. Así se dirigió sin temor alguno a recoger del agua una bola. Pero justo en ese momento resbaló y, con un cuadro de dificultades cardiovasculares previas, el ataque de pánico terminó por hacer el resto. Ni la rápida intervención de los servicios sanitarios evitó la muerte. Demasiada cantidad de agua tragada, relataban las crónicas de tan lamentable suceso.

Mejor suerte corrieron otras dos jugadoras, también británicas, que en Alhaurín el Grande hicieron caso omiso a nuestro refranero popular: en cuanto a lo de no embarcarse ni casarse en martes. En un campo de golf de la reseñada localidad del Valle del Guadalhorce, el 22 de mayo del año pasado, todo transcurría con normalidad. Ambas mujeres, de 62 y 71 años de edad, disfrutaban a pocos minutos de las doce del mediodía de una soleada mañana primaveral. Nada hacía temer por sus vidas. Hasta que en uno de sus traslados, el buggy que conducían se salió de la ruta indicada y se precipitó por un terraplén de unos diez metros de altura. Cayeron sobre unas zarzas de algo más de dos metros y hasta tuvieron que actuar los bomberos, además del 061 y de un helicóptero hospitalario.

Todo quedó en un susto. Como lo fue, en marzo pasado, la desaparición de un jugador en un bunker de un campo de golf del Illinois (EEUU). El hombre fue «tragado» por las arenas, casi movedizas al tener demasiada concentración de caliza. Fue rescatado milagrosamente sólo con un hombro dislocado. Por no hablar de bolazos en competición, como el del excampeón olímpico de esquí Bode Miller que en diciembre casi deja tuerta a su mujer. «No estoy enfadada», apostilló ella, Morgan Miller, en Twitter. Meter la bolita siempre requiere precauciones. También en el golf.