­En la Costa del Sol, emblema y marca por volumen de negocio del turismo, su nombre repicaba hasta ayer en el más insobornable vacío. Nadie, a excepción de los muy avisados de la vida política de Sevilla, la local, no la que desborda por las ocho provincias, sabía quién era ni asociaba su rostro a ninguno de los núcleos de poder en los que se mueve -especialmente después de las purgas de los ERE- el nuevo socialismo. Un rápido vistazo por internet bastaba, sin embargo, para dar cuenta de su perfil y de las intenciones que se autoimpone con su nombramiento la presidenta de la Junta de Andalucía.

Más allá de sus méritos personales, que pasarán ahora a ponerse a prueba para todos los públicos, Francisco Javier Fernández Hernández accede a la consejería en calidad de hombre fuerte de Susana Díaz, con la que ha trabajado estrechamente a ambos lados de las bambalinas, siendo incluso su director de área en la época -cercana, y, sin embargo, brumosa- en la que la trianera ocupaba su plaza de concejala en el Ayuntamiento de Sevilla. Con su designación, la presidenta da su enésimo golpe de autoridad dentro del partido y concede protagonismo al sector, al que vigilará todavía más de cerca que al resto de áreas, con despacho abierto y de plena confianza para su titular dentro del equipo.

Sin experiencia en la industria, Fernández Hernández viene precedido por una gestión despojada de escándalos y una fama de pacificador que le hizo incluso ser elegido para lidiar en la difícil plaza de los aficionados a los toros de Sevilla, a los que serenó en nombre de la Junta después de una época sectorialmente convulsa. El nuevo consejero de Turismo y Deporte está acostumbrado, no obstante, a moverse en los pasillos de la política autonómica, a la que accedió por primera vez en 2007 con un cargo rigurosamente ligado a su ciudad, el de delegado de Medio Ambiente, al que prosiguió la representación global del Gobierno andaluz en la provincia. En su despacho le aguardan desde ayer las llaves de un sector conocido por su voluntariosa capacidad de diálogo, pero también desmigajado en pequeños núcleos de poder, todos ellos sensibles a la exclusión y a las decisiones discrecionales marcadas por los favoritismos. Un área dulce que puede ser dura.