Entrevista | Miguel Ángel Santos Guerra Profesor y escritor

«No se reconoce la belleza y complejidad de la docencia, por eso es injustamente tratada»

La docencia es mucho más que una tarea para él. Tanto que le costó mucho jubilarse (pidió la condición de emérito para poder seguir ejerciendo unos años más). Santos Guerra compila en Las emociones de la profesión docente (HomoSapiens Ediciones) algunos de los artículos que publica cada fin de semana en La Opinión de Málaga y suma otros textos para ofrecer una visión íntima, emocional y directa del oficio de enseñar

El prestigioso docente y escritor malagueño.

El prestigioso docente y escritor malagueño. / Álex Zea

Víctor A. Gómez

Víctor A. Gómez

Lee uno sus artículos cada fin de semana en el periódico y queda claro que ser docente le ha formado como persona. ¿Cómo sería Miguel Ángel Santos Guerra si no hubiera sido profesor?

Interesante cuestión, de respuesta solo probabilística. No es fácil hacer un futurible retrospectivo. Creo que el ejercicio de la profesión nos configura como personas. Porque la profesión es una forma de ser y de estar en el mundo, una forma peculiar de entender la realidad y de comunicarse con las personas. Un modo de ser sujetos políticos. Entonces, ¿cómo habría sido de no haber abrazado la profesión docente? Me cuesta imaginarlo porque siempre me he visto donde he estado. Desde luego, depende de la profesión que hubiera elegido, si es que hubiera elegido alguna. En algún momento, me tentó la carrera de Periodismo. De haberla seguido creo que no hubiera desarrollado de la misma manera la forma de comunicarme con los demás, de entender el mundo y de relacionarme con el conocimiento.

En diversos pasajes de Las emociones de la profesión docente señala que enseñar es trabajar con el corazón y la mente de los alumnos. ¿Resulta más difícil el trabajo con el corazón o el que se hace con la mente?

No se pueden separar ambas dimensiones. Se olvida algunas veces que para enseñar hace falta una disposición emocional hacia el aprendizaje. Pero respondiendo a la cuestión resulta más difícil la educación emocional porque la escuela ha sido siempre el reino de lo cognitivo, no el reino de lo afectivo. A los profesores y a los alumnos se nos ha preguntado al entrar y al salir cuánto sabes pero no cómo te sientes. La formación inicial de los docentes ha adolecido de carencias importantes en la formación emocional. Qué decir del proceso de selección: sólo ha importado cuánto se sabe y, a lo sumo, cómo se sabe enseñar. No hace mucho publiqué, también en HomoSapiens Ediciones, Educar el corazón y otro titulado Evaluar con el corazón. Creo que es preciso hacer hincapié en esta cuestión.

Miguel Ángel Santos Guerra, con un ejemplar de su libro en su casa. | ÁLEX ZEA

Miguel Ángel Santos Guerra, con un ejemplar de su libro en su casa. / Álex Zea

La docencia no deja de tener retos, muchas veces se habla de los que están incluidos en la esfera política o social. Pero dado que este es un libro sobre las emociones de la docencia me gustaría preguntarle cuál es el principal desafío emocional al que se enfrenta un docente de la actualidad.

El principal reto emocional del docente consiste en despertar el interés, incentivar la curiosidad y conquistar la confianza y el amor de su alumnado. Los alumnos aprenden de aquellos docentes a los que aman. Lo puede conseguir con la cercanía emocional, el compromiso, el trabajo y el ejemplo. El ruido de lo que somos llega a los oídos de nuestros alumnos con tanta fuerza que les impide oír lo que decimos. No hay forma más bella y más eficaz de autoridad que el ejemplo. Dice Emilio Lledó que la profesión docente gana autoridad por el amor a lo que se enseña y el amor a los que se enseña. No puedo estar más de acuerdo. Después hay otros retos de carácter más ambicioso, como generar proyectos educativos transformadores desde la escuela pública del país. Una escuela de y para todos y para todas, la escuela pública como gran mezcladora social.

Por circunstancias personales, conozco casi de primera mano el sufrimiento, la tristeza y la impotencia que muchas veces experimentan los profesionales de la docencia. ¿Usted ha sufrido la docencia, ha tenido momentos, circunstancias, situaciones en los que las emociones, del lado negativo, le llevaran a pensar en dejarlo para siempre?

No. No he pasado por ese trance, nunca he llegado a pensar que era mejor dejarlo. Es más, me ha costado vivir el momento de la jubilación. De hecho, pedí la condición de emérito, que suponía tres años de prórroga voluntaria, más allá de los 70 años. No es que no haya vivido situaciones dolorosas en la docencia y en la dirección de instituciones. He tenido dificultades, decepciones y fracasos, cómo no. Pero nunca me ha llevado el dolor a querer tirar la toalla. Las dificultades son evidentes y algunas veces se hacen muy duras; unas proceden de las actitudes de los alumnos y de las alumnas que no quieren estudiar, otras de la Administración educativa que promulga leyes de forma incesante sin alcanzar nunca un pacto educativo y que no mejora sustancialmente los procesos de formación y selección, de las familias y de la sociedad que muchas veces minusvalora injustamente la docencia.

Incide usted en los muchos elementos «distractores» que presentan los alumnos de hoy en día.

Son muy poderosos: reciben propuestas de modelos por la vía de la seducción (nosotros proponemos modelos por la vía de la argumentación), viven en una cultura neoliberal que contradice casi todos los presupuestos de la educación, reciben influjos nefastos de las redes y ya saben a ciencia cierta que tener éxito en la escuela no significa tener un puesto de trabajo y un proceso de socialización exitosa.

Las aulas son espacios, experiencias secretas entre los alumnos y los profesores, lo que sucede allí es difícil de explicar para los que están fuera. De ahí que tantas veces no se entienda o valore en su justa medida la labor del profesor. En su opinión, ¿qué es lo que menos entendemos de la docencia para que se tan injustamente tratada a nivel social?

Su pregunta parte de una aseveración dura pero lamentablemente cierta: la docencia es una tarea injustamente tratada por la sociedad. No se le reconoce la importancia que tiene para las personas y para las sociedades, y somos lo que es nuestra educación. «La historia de la humanidad es una larga carrera entre la educación y la catástrofe», dice Herbert Wells. Y es así porque la educación nos enseña a pensar (no qué pensar) y a convivir. Creo que esa trato injusto procede, a mi juicio, del desconocimiento de su complejidad, de su belleza y de su importancia. La docencia es una profesión más difícil de lo que muchas personas piensan porque consiste en despertar el amor por el saber, en conseguir que el alumno se convierta en un aprendiz crónico y autónomo. En la enseñanza no sucede que si A, entonces B. Lo que sucede realmente es que si A, entonces B, quizás. En cualquier profesión el mejor profesional es aquel que mejor manipula los materiales, en esta es el que más y mejor los libera. Esa compleja tarea se realiza en grupos con una enorme diversidad. Hay dos tipos de alumnos: los inclasificables y los de difícil clasificación. Pero hay que trabajar con todos a la vez.

También, y no deja de recalcarlo en Las emociones de la profesión docente, es una tarea más hermosa de lo que podría parecer...

Porque se basa en una complicidad afectiva e intelectual. De hecho, mi primer libro se tituló así, Yo te educo, tú me educas. Es hermosa también porque sus sementeras producen cosechas casi inexorables. Y porque se sustenta en el amor.

En el libro hay testimonios, empezando por el prólogo (a cargo de Chis Oliveira, catedrática de Filosofía), de antiguos alumnos sobre cómo usted ha influido no sólo en su formación sino también en su vida. ¿Cómo brega un profesor con eso sin caer en la vanidad? ¿O, de otro lado, sin caer en una responsabilidad tan tremenda que atenaza?

Hay más humildad que vanidad si eres medianamente sensato. De los miles de alumnos y alumnas que has tenido, son muchísimos más a los que no has influido absolutamente en nada. Si es que no les has causado algún daño. Estoy convencido de que recibimos mucho más de nuestros alumnos y alumnas de lo que nosotros les damos. Hace algunos años escribí un libro titulado Enseñar o el oficio de aprender. Mientras más lees o escribes o enseñas, más consciente eres de lo muchísimo que no sabes. El filósofo Nicolás de Cusa hablaba de la docta ignorancia. La humildad es casi inevitable. Por otra parte, hay tantas cosas que no puedes conseguir al trabajar con «materiales tan complejos y sensibles» (concepciones, sentimientos, valores, actitudes, motivos…) que ser vanidoso sería estúpido. La responsabilidad puede atenazar, claro que sí, pero también puede estimular, espolear y animar. En la profesión docente no solo hay alumnos y alumnas, hay compañeros y compañeras, instituciones, proyectos, investigaciones, viajes, congresos, conferencias, publicaciones y personas que nos dejan para siempre. En todas estas parcelas de la actividad profesional florecen profundas emociones.

«El ruido de lo que somos llega a los oídos de nuestros alumnos con tanta fuerza que les impide oír lo que decimos»

Entonces, ¿comparte lo que dijo Rubem Alves, y usted recoge en Las emociones de la profesión docente, que la enseñanza es un ejercicio de inmortalidad porque el profesor sigue viviendo de alguna manera en sus alumnos?

¿Cómo no compartirlo? Cuando Rubem Alves dice que el profesor nunca muere quiere decir que existe una herencia emocional, además de la relacionada con el conocimiento. Y eso es algo que he podido comprobar personalmente. Creo que la educación deja huella. Claro que esa huella, algunas veces, es muy profunda y otras superficial. No voy a descartar casos en los que se producirá una decepción más o menos profunda. Por eso he incluido en el libro un texto en el que pido perdón a quienes no haya aportado nada y, más aun, a quienes haya hecho algún daño por acción o por omisión. No he sido consciente de ello, desde luego, pero estoy seguro de que habrá casos, aunque no sé cuántos. Lo que sí sé es que todos me duelen.

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