Entrevista | Javier Gomá Filósofo y escritor

«Todos somos ejemplos para todos, todos con nuestros actos somos una invitación a la ejemplaridad»

El pensador de Bilbao epiloga su 'Tetralogía de la Ejemplaridad' con 'Universal concreto', un tratado que tiene tanto de reflexión como de llamamiento para seguir y ser ejemplo y aceptar la vulgaridad para superarla.

Invitado por el Centro Andaluz de las Letras, Gomá dialogó ayer con el politólogo y escritor malagueño Manuel Arias Maldonado a propósito de éstas y otras cuestiones 

Javier Gomá, escritor y filósofo, posando para La Opinión.

Javier Gomá, escritor y filósofo, posando para La Opinión. / Álex Zea

Víctor A. Gómez

Víctor A. Gómez

La mayoría de las personas, al escuchar o leer la palabra ejemplo, siempre piensa en el ejemplo que siguen, la persona que es modelo, casi nunca en serlo ellas mismas. ¿Por qué?

Una cosa es percibir el ejemplo y otra distinta es actuar conforme a lo percibido. Contemplo una conducta virtuosa —valiente, honesta o digna— y enseguida adivino en ese ejemplo una ley que llama a la repetición. Quien es testigo de un ejemplo, es interpelado para imitarlo. ¿Si alguien que conozco está haciendo algo bueno, por qué yo no? De modo que tras el percibir viene de inmediato el actuar, lo cual muchas veces es costoso porque obliga a cambiar el estilo de vida. Quien sigue el ejemplo, él mismo se hace ejemplo: esto es importante recalcarlo. Pero si no quiere seguir el ejemplo de virtud, lo más normal es que lo odie. Por eso a lo largo de la Historia muchas personas especialmente ejemplares han muerto de forma violenta, desde Sócrates y Jesus a Gandhi o Luther King.  

Charlamos precisamente el día del séptimo cumpleaños de mi hijo. Ser padre siempre me ha generado numerosas incertidumbres, especialmente la de ejercer de ejemplo o modelo para mi hijo. ¿Cómo sobrellevar la responsabilidad de ser ejemplo?

Una peculiaridad de la teoría de la ejemplaridad es su tesis de que no existen zonas neutras para la moralidad. En el ámbito jurídico, existe la vida privada; en el moral no existe. No hay un ámbito libre de la influencia de los ejemplos. Todos somos ejemplos para todos, todos con nuestros actos somos una invitación a la ejemplaridad o a su contrario. No puede emplearse, como en el Derecho, la cláusula «sin perjuicio de tercero». El ejemplo siempre, siempre, produce un beneficio o un perjuicio a terceros y no podemos vivir sin exponernos al ejemplo de terceros ni sin ser nosotros ejemplos para los demás. Ahora bien, cuando somos adultos podemos vivir esta heteronomía (esta dependencia de los demás) de forma autónoma: es decir, podemos elegir el modelo que seguimos. Pero el niño no: recibe la influencia de sus padres, quienes con su ejemplo moldean los estratos más subconscientes de la personalidad del hijo antes de que haya aprendido a decir simplemente «yo». Por eso la responsabilidad del ejemplo paterno es aún mayor: los padres son ejemplo para los hijos, pero, antes que ello, como moldeadores que son de su inconsciente, son los ojos y las gafas con las que ven el mundo poblado de ejemplos.

Javier Gomá, escritor y filósofo, en un momento de la entrevista para La Opinión de Málaga.

El escritor y filósofo, en un momento de la entrevista. / Álex Zea

Pasemos a otro asunto. Esta idea suya me parece fundamental: «La felicidad de escribir un párrafo del que no tienes que cambiar nada. Cuando lo acabas sientes que hoy, cuando sea, has contribuido con un párrafo al devenir, al fluir. Ese es de los grandes placeres que nos han sido dados». ¿La felicidad llega cuando somos parte de los demás, de esa corriente invisible a la que todos aportamos?

No soy un teórico de la felicidad, sino de la dignidad. La felicidad es un concepto que pertenece a una época que no es la nuestra, la premodernidad. La modernidad pone el centro no en el ser felices, sino en el ser dignos de ser felices, aunque de hecho nadie lo sea. La felicidad depende de la buena fortuna, la dignidad no depende de nada: todos podemos tenerla y podemos practicarla en cualquier lugar y momento. Otra cosa es que la vida ofrezca momentos de intensidad en que uno se siente de acuerdo consigo mismo y con los demás, como rey de sí mismo. Para mí, escribir un buen párrafo y, tras revisarlo, sentir que no hay que cambiar nada en él, es uno de esos momentos. 

La modernidad pone el centro no en el ser felices, sino en el ser dignos de ser felices, aunque nadie lo sea»

Como a Montaigne, a usted le interesa sólo lo individual en tanto territorio común con los demás. De esta época, la actual, se destaca como gran «tendencia», el individualismo feroz, el de la autoexhibición vía selfis, confesiones públicas a través de las redes sociales, etc. ¿Le preocupa o exageramos a la hora de diagnosticar problemas? 

En mi libro razono que el estado actual de nuestra cultura es la vulgaridad. La vulgaridad, hoy, se manifiesta como un romanticismo de masas e infantilizado. Es poco dudoso que, en efecto, la sociedad contemporánea está muy infantilizada, lo que significa muy romantizada. Esto es un hecho. Pero, como usted dice, no hay que exagerar. A mi juicio, la gente joven se lo puede permitir. Porque los nacidos en este siglo tendrán una esperanza de vida de unos cien años. Por tanto, pueden permitirse demorar un poco más que antes el proceso de maduración, que es un proceso también de socialización. 

¿Por qué si, como usted dice, ahora mismo, como sociedad, «somos los mejores», son tan altos los niveles de consumo de fármacos contra la ansiedad y la depresión, las tasas de suicidio y, en general, la incidencia de las enfermedades mentales?  

Mi libro contiene dos capítulos distintos aunque complementarios. Uno se titula: Somos los mejores; el otro, La causa de nuestro actual descontento. La suma de los dos completa el retrato del presente: somos los mejores, pero estamos hartos, hastiados, enfadados, indignados. Si uno se centra sólo en lo primero, el retrato es incompleto. Si en lo segundo, que es lo habitual, se expande por todas partes el cuadro depresivo. 

Volvamos a la vulgaridad. Su pensamiento acepta la vulgaridad como «la hija, fea pero hija, del beso de dos fuentes absolutamente positivas que además representan la expresión más elevada del genio distintivo: la libertad y la igualdad». Me imagino que también lo podemos aplicar a una canción de reggaeton, como, por ejemplo, Yandel 150, de Feid y Yandel, con versos como éstos: «Dale hasta abajo que ese culo responde / Bebé, no te haga’, tú eres under / Yo sé to’ lo que tú esconde’ / Tú y yo vamo’ a hacer más de una noche, eh-eh».

La vulgaridad como categoría cultural es una invención absolutamente original de la segunda mitad del siglo XX. Antes existían gente o conductas vulgares, pero no la vulgaridad. Al principio, ésta convivió con la cultura codificada o alta cultura. En lo que va de siglo XXI la vulgaridad ha expulsado a la alta cultura del reino y ha mutado en «vulgaridad triunfante». La vulgaridad es hoy la cultura oficial. Y si antes lo vulgar trataba de educarse imitando a la alta cultura, ahora la alta cultura imita a la vulgaridad. De ahí que una música de ritmos elementales, casi regresivos a un estado de animalidad, con letras inmundas y brutales, sea la más escuchada del mundo. Así ha pasado con Bad Bunny. 

Javier Gomá, escritor y filósofo, en un momento de la entrevista para La Opinión de Málaga.

Javier Gomá, escritor y filósofo, en un momento de la entrevista para La Opinión de Málaga. / Álex Zea

Curioso que un filósofo asegura que «lo importante no es pensar sino sentir». ¿Comparte entonces la frase de George Bernard Shaw: «Es el sentimiento lo que hace pensar al hombre, y no el pensamiento lo que le hace sentir»?

Sí , la comparto, aunque quizá por otras razones. Mi postura es que primero va el amante y después el pensador. Es decir, primero la intuición de algo, del que el yo se enamora (el eros), y luego su verbalización, su conceptualización y su conversión en discurso. Pasa con la filosofía como pasa con la literatura en general. Y es que en mi libro defiendo que la filosofía es literatura (conceptual).

Habla de 'Universal concreto', el volumen que condensa sus conceptos, hasta el punto de que, en su opinión, es su pièce de résistance. A la hora de pensar en un nuevo libro tras éste, ¿se asoma a un cierto abismo?

No conozco ese sentimiento de abismo, ni en general albergo negatividades dentro de mí, otra cosa es que las produzca. Suelo decir en broma que mi máxima en la vida es: «Ser deprimente antes que depresivo». Tras terminar 'Universal concreto' he retomado mi novela de educación titulada 'Lo quiero todo', que me llevará unos dos años. Luego un libro que llevo acariciando lentamente desde que lo anuncié en 2013 en el prólogo de mi libro 'Necesario pero imposible'. Contendrá la decantación de mucha experiencia filtrada por el pensamiento. Su título: 'Dios escondido'. Antes, saldrán otros libros: dentro de un par de meses, uno de conversaciones con el periodista Pedro Vallín, Verdades penúltimas. Y el año que viene 'Fuera de carta', la reunión de los artículos que voy sacando mensualmente en la sección del mismo nombre de 'El Cultural'. Y otros muchos planes que me rondan, como estrenos teatrales. Insisto: mejor deprimente que deprimido. 

Lo desconozco en realidad pero le imagino cinéfilo, y quizás haya visto la más reciente película de Wim Wenders, 'Perfect days'. El protagonista, Hirayama, es un limpiador de retretes en Tokio completamente satisfecho con su vida, que estructura a la perfección y en la que su pasión por la música y los libros le propociona un gozo extraordinario. Me da la impresión de que usted podría haber escrito esta película, esta historia...

Hum, no sé, no sé... He visto mucho, mucho Wenders, pero el de los últimos treinta años, película tras película, me decepciona. Es como si hubiera perdido su inspiración, salvo en algunos documentales, siempre de hermosa fotografía. Estos supuestos idilios, al estilo de 'Una historia verdadera' de David Lynch, no me convencen. Es como si estuviera asistiendo a la terapia de gente muy complicada con temperamento torturado que se conceden por un instante una ilusión de idealismo o de ingenuidad. Pero es un espejismo porque no está basado en cimientos sólidos. Y eso que no la he visto. Pero es que poseo un don absolutamente prodigioso que es la envidia de los dioses: opino extensamente de las cosas sin necesidad de saber nada de ellas [Risas]. Naturalmente, es una broma. 

Me gustaría que la imagen póstuma, en el recuerdo de quienes me sobreviven, fuera la de una invitación a una vida digna y bella"

Una vida ejemplar es la que deja a los que sobreviven una imagen luminosa, una invitación a una vida digna y bella», ha dicho. Vuelvo a hablar de cine, de una de mis películas de cabecera, 'After life', de Koreeda: en ella, a mitad de camino entre el Cielo y la Tierra, los que acaban de morir son recibidos por unos guías que les ayudan a examinar sus recuerdos con el fin de rememorar un momento decisivo de sus vidas. Cada uno de los muertos debe escoger un único recuerdo para que sea plasmado en una película y poder así llevarlo con ellos cuando vayan al Cielo». 

Da la casualidad de que vi esa peli en casa de un amigo hace poco, unos meses tan solo, y me dio mucho que pensar. Tomé notas.

¿Qué imagen le gustaría dejar usted a los demás cuando ya no esté? ¿Qué episodio escogería de su propia vida? 

A los generales romanos, cuando eran victoriosos, se les ponía en sus lápidas funerarias esta leyenda: «Amplió las fronteras del imperio». Me parece preciosa la idea de contribuir a ampliar las fronteras de lo humano. Pero, en términos más sencillos, me gustaría que la imagen póstuma, en el recuerdo de quienes me sobreviven, fuera la de una invitación a una vida digna y bella. 

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