Georges Perec: especie de espejos

Anagrama recupera uno de los libros más significativamente perecquianos del desafiante genio francés; humor, experimentación, reflexión sobre la escritura y el no-lugar, deseo, narración y memoria

Georges Perec.

Georges Perec. / L. O.

Lucas Martín

Nunca fue fácil inventar nada nuevo. Ni siquiera, tercamente, al principio. Después de esa larga lista de contaminaciones y desafectos artísticos que fue el siglo XX, el mero hecho de aspirar a innovar con la palabra suele ser sinónimo de redundancia, cuando no de algo aún peor y visiblemente maniaco, tal vez concomitante a la amnesia interesada, la vanidad o el adanismo. Georges Perec (París, 1938) escribió y pensó en una época en la que casi todo estaba ya dicho. Al menos, en lo que respecta a la experimentación con el lenguaje. Las vanguardias, con su revolución y sus involuntarios epígonos, habían nacido, estremecido y desaparecido. Habían hablado Cervantes, Sterne, Joyce, Borges, Proust, Kafka, Wittgenstein y la Biblia. Y, a excepción de la tecnología y de la orfebrería minuciosa del nouveu roman, todas las formas de expresión escrita encaraban un incómodo y a veces acomplejado camino de vuelta. Era difícil, por tanto, convencer al lector a fuerza de una pretendida y desalmada originalidad. Y más aún hacerlo sin que la nave naufragara en un campo de pruebas o cruzara los límites de la perversidad cognitiva.

Armado de una inquebrantable curiosidad, y, a la vez, de esa tenacidad mozartiana que anima el temperamento y a los niños, Perec se enfrentaba al desafío de seducir a sus contemporáneos con una obra que ya desde sus comienzos se distanciaba de los presupuestos de sus compañeros de generación, hasta el punto de ser a menudo confundida, sin que eso rebajara su excelente acogida. Lo cual, incluso hoy, con el autor, fallecido en 1982, en plena vigencia, sigue siendo una excepción para alguien situado en las fronteras y poco dado al conformismo. Con una producción constante y coherente, Perec firmó la broma más enjundiosa y la transformación más humorística de las últimas décadas, dando a la luz libros inclasificables, tan serios a nivel intelectual como gobernados por la voluntad de juego y la travesura.

Amigo de Roland Barthes y miembro activo, junto a Raymond Queneau, de los talleres del grupo Oulipo, que introducían en la literatura preceptos de disciplinas como las matemáticas, el escritor logró en vida cumplir su propósito de que ninguno de sus libros se pareciera al anterior, ejerciendo una influencia que actualmente trasciende el mundo la literatura para penetrar en la ciencia de la imagen, la psicología, la semiótica o la arquitectura. Todo ello sin renunciar jamás a las tentaciones del ingenio, que, en su caso, suponen una cumbre -Perec es autor del palíndromo más largo de la lengua francesa-, ejercer, durante buena parte de su vida los más variados oficios -algunos, como el cine, más o menos emparentados, otros más anecdóticos y perecquianos, como la redacción de crucigramas o la documentación neurofisiológica- y publicar títulos que van desde ‘La vida: instrucciones de uso’ a ‘Las cosas’. Libros que, al igual que otros muchos ejemplos de su bibliografía, suponen un desafío divertidísimo a la inteligencia y a las convenciones formales, pero que jamás dejan de representar una lectura hipnótica y de avanzar en un plan que no tiene nada de gratuito. En su caso, con preocupaciones enraizadas en las conexiones entre realidad y ficción. Pero también, cómo no, en los mecanismos de la memoria, acaso la fuente primigenia de toda construcción literaria.

Nací

  • Georges Perec
  • Editorial: Anagrama
  • Traducción: Diego Guerrero
  • Precio: 17,95 €

Un asunto que recorre toda su obra, y que vuelve a centellear en su título más reciente en castellano, ‘Nací’ -Anagrama, traducción de Diego Guerrero- miscelánea cien por cien perecquiana de textos en los que el autor despliega todas sus luminarias y franquezas líricas en torno a su propósito literario y la percepción a menudo extirpada e imperfecta del espacio y del tiempo. Algo que conocía de sobra en su condición de huérfano que tuvo que modificar su apellido para no despertar las suspicacias del antisemitismo y de la ocupación de posguerra. Y que de toda su infancia extrajo un trauma que en esta conmovedora, lúcida y lúdica joya reluce en las páginas que dedica al centro estadounidense de recepción de emigrantes de Ellis Island. Ser judío, para Perec, es estar conectado con la ausencia y con la diáspora. Escribir tal vez también se parezca mucho a eso, a la neurosis del vacío de contenido; la tentativa desesperada de inventar, encontrar y retener a través de la palabra.

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