Opinión | De buena tinta

Entre dar la vida y que te la arranquen

Entre dar la vida y que te la arranquen, hay una gran diferencia. Dedicarse profesionalmente a labores que suponen una entrega cierta y sin fisuras para aquellas poblaciones que subsisten en territorios de conflicto bélico no lleva aparejada la renuncia a la propia vida ni justifica que ésta te sea arrebatada de las manos. Ni María ni Yohaness ni Tedros, trabajadores que lo eran de Médicos Sin Fronteras, se lo buscaron cuando, hace tan sólo unos días, fueron despojados de su último hálito en Tigray: una región asolada por la guerra entre el Gobierno central etíope y el Frente Popular de Liberación, todo ello en un marco territorial donde la ONG venía implantando clínicas móviles desde principios de año bajo la alerta de altas cotas de desnutrición. En este tiempo hostil, propicio al odio, que diría el poeta Ángel González, todavía emergen, aquí y allá, seres luminosos que se desenvuelven y posicionan en zonas de choque con la nítida y clarividente voluntad de dar a los demás hasta la última gota de su ser, lo cual no implica que tengamos que aceptar la cruda realidad de su asesinato desde los circunloquios terminológicos del potencial y previsible daño colateral. Una vida predispuesta a la entrega debiera culminar sus días disfrutando del gozo de esa entrega misma, sirviendo con devoción a quienes tanto ha sostenido y alzándose como luz testimonial en un mundo que padece, como poco, el síndrome de la indolencia. ¿Quién no quisiera disfrutar sus años de manera apacible y viendo, simplemente, sucederse el devenir desde la cómoda rutina con la que pueden transcurrir, sin atropello, la vida y sus inercias? Algunos, sin embargo, no se conforman con eso. Y si toda alma arrebatada a destiempo nos acerca al drama, tanto más la de aquellos que se posicionan en mitad del conflicto para, sencillamente, sostener con su presencia, mucho más allá de los tibios horizontes de la burocracia de apoyo, a todos aquellos a los que nadie sostiene. Plantar los pies en territorio bélico y donarse por completo a la acción humanitaria denota ya un perfil que, sin necesidad de entrar a valorar otros datos, resulta digno de alabanza puesto que, en el mundo del desarrollo telemático y las gestiones a distancia, pocos quedan ya de los que se manchan las manos propias con el barro de la ruina que aflora más allá de sus fronteras.

Por eso, cuando la valerosa sangre de aquellos que valoran más el bienestar ajeno que el propio viene a ser derramada por el fuego enemigo o amigo, ya sea de modo colateral o directo, el color que desprende tal entrega no varía en sus tonalidades con el de la sangre de tantos mártires que fueron extirpados por el odio que tanto nos asola aquí, allá y en todas partes. Y es entonces cuando surge, en ese preciso instante en el que la vida se derrama, esa maravillosa confluencia en la que todos los nombres, ya sean Romero, Gandhi o King, convergen en una única realidad que nos ilumina como fuerza salvadora y testimonio de esperanza en un mundo pincelado por lo sombrío. Un mundo cuyos tambores de guerra sólo se dejan ensordecer por el batiburrillo noticiero que, simplemente, se limita a enumerar, sin acentos, un drama detrás de otro, ahora un concurso, ahora un chascarrillo, ahora un culebrón. Y mañana, si acaso, será otro día.

Quizá sea tiempo, pues, de pedir perdón. De pedir perdón por tanta condescendencia y tanto modo de vida con el que nos engañamos a nosotros mismos y nos creemos posicionados en el bando de los buenos sin ni siquiera haber manchado alguna vez nuestras suelas con el polvo del conflicto, de la periferia, de los olvidados, de aquellos que nada importan y cuya presencia o ausencia no deja de ser un mero dato estadístico que la indiferencia apunta, publica y olvida. Será quizá mañana, cuando los años nos impidan levantarnos de una silla y nos tengan que dar de comer, el momento en el que envidiemos las vidas sesgadas, como la de María, Yohaness y Tedros. Será, quizá, entonces cuando nos arrepintamos de habernos limitado a pasar, sin pena ni gloria, por el tiempo que se nos ha concedido. Sin dejar huella alguna de esperanza entre aquellos que más la necesitan.