Arte-Fastos

López Palomo: temblor y silencio

Detalle de «Aparador» de Rafael López Palomo.

Detalle de «Aparador» de Rafael López Palomo. / José Manuel Sanjuán

José Manuel Sanjuán

José Manuel Sanjuán

Cada vez que Giorgio Morandi acudía a su estudio –en la casa familiar- tenía que atravesar la habitación de sus hermanas mayores, donde dormían o descansaban. Siempre llamaba a la puerta y aguardaba un momento, para no molestarlas, antes de atreverse a pasar silencioso y comedido, casi sin mirar. Sin embargo la mirada del pintor boloñés será determinante en sus composiciones, ya célebres, de botellas, tazas y vasijas; objetos comunes ennoblecidos por la pintura y humanizados por un temblor interno, quizá reflejo del propio yo, cuyos ecos en el solar patrio, a finales de los años sesenta, ha llevado a Juan Manuel Bonet a considerar un club Morandi español, con ejemplos significativos como los armarios de Carmen Laffón, las alacenas de Grau Santos o, incluso, los aparadores de Antonio López.

Esta poética basada en la recreación intimista de un mundo cotidiano también se da en el malagueño Rafael López Palomo (1942), pintor de amplísima y premiada trayectoria profesional y consumado especialista en captar realidades humildes que habitualmente desarrolla en series, como casas del Perchel, grupos de macetas, su taller… e interiores de hogar, donde se incluye un óleo que pertenece a una colección privada de Marbella. Fechado en 1997, representa el frontal de un aparador vertical, con cajón inferior y tres baldas que contienen diversos recipientes de cocina (jarras, platos, cuencos, soperas) de cobre, loza y metal. El mueble se encuentra aislado en una estancia indeterminada, solitario, sin más referencias espaciales que un piso ajedrezado y una pared lisa. De inmediato advertimos que el pintor rehúye el mero ejercicio academicista, pulcro y descriptivo (que bien podría, dada su sólida formación artística), y transforma un objeto inanimado en una alegoría vital, trasunto de historias y avatares emocionales que, si bien ocultos, afloran irremisiblemente y galvanizan toda la composición.

Pero, ¿cómo consigue tal efecto? Un estremecimiento interno, un impulso casi animista recorre todo el cuerpo pictórico hasta los detalles más nimios: la retícula imprecisa y casi ondulante del suelo; el cristal, equívoco de certezas; los cacharros expuestos, en perfecta distribución, que disipan sus formas mediante contornos deslizantes y pinceladas envolventes e incluso contrapuestas. Un temblor (el mismo que José Antonio Muñoz Rojas atribuía a los armarios de Carmen Laffón) que se transmite a la pared, con magníficas transiciones cromáticas, y al mueble, que, sin perder solidez constructiva, desvanece perfiles y ornamentos. No se ha equivocado López Palomo al elegir un motivo vertical para su creación: Rudolf Arnheim nos recuerda que los formatos rectangulares reflejan de modo abstracto la lucha con las dificultades de la vida. Tan cierto como ese cristal que trasluce reflejos y sombras, ilusiones y desengaños.

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