EL ADARVE

Es que yo me jubilo mañana

Miguel Ángel Santos Guerra

Miguel Ángel Santos Guerra

Es frecuente que el poder se rodee de aduladores. Se cierra así una relación que satisface a ambas partes. Quienes ostentan el poder ven agrandado su ego y los aduladores y aduladoras disfrutan sirviendo a quien admiran o temen. Y, sobre todo, a alguien de quien esperan gratificaciones y prebendas. O, quizás, la evitación de castigos, reproches y desprecios.

El turiferario del poder maneja el incensario con habilidad y constancia. No es difícil encontrar incienso. La naveta siempre está llena. El humo que desprende el incensario es de olor agradable para quien tiene poder y, además, le crea una cortina que no le deja ver la realidad.

La tienda de incensarios está siempre abierta. Los precios están muy rebajados. En algunas épocas los descuentos son espectaculares. Esos puntos de venta de hermosos y grandes incensarios pertenecen a la cadena de la Baja Autoestima. Manejando bien un botafumeiro se puede conseguir mucho y se puede llegar lejos. Claro, hay que dejar en el camino la dignidad. Pero, ¿eso qué importa si se consiguen los fines?

Los turiferarios están muy preocupados por agradar a sus jefes, pero muy poco atentos a las necesidades de quienes tienen al lado o de los que tienen debajo. Esas actitudes, exentas de autenticidad y valentía, envilecen a las personas. A quienes se someten y adulan de manera vergonzante y a quienes se benefician del servilismo para conseguir información, elogios o aplausos.

Al turiferario le gusta reírle las gracias al jefe, aunque no tenga maldita la gracia lo que dice o lo que hace. Un empresario reunió a sus trabajadores a una comida de fraternidad. A la hora de los postres se puso de pie, pronunció un discurso y, entre otras ideas, contó un chiste. Los trabajadores se rieron de forma exagerada, con grandes y ostentosas carcajadas. Todos, menos uno que permaneció serio y callado. El empresario, que sabía que no era sordo, se dirigió a él y le preguntó:

¿Es que a usted no le ha hecho gracia?

Y él contestó:

Mire usted, a mí me ha hecho la misma gracia que a todos los demás, pero es que yo me jubilo mañana.

Reírle las gracias al jefe es un modo de hacer méritos. Pero no es el único. Tratar de protegerlo, de evitarle cualquier peligro, cualquier problema, cualquier sinsabor. Ese pretendido cuidado ha de ser conocido por el jefe porque si es anónimo no puede ser reconocido ni premiado. Lo explicaré con una anécdota.

Don Manuel, un rico terrateniente, estaba en la plaza del pueblo. A sus pies, un hermoso perro. Entre las personas que rodean al poderoso, un labriego dice con evidente entusiasmo, dirigiéndose aduladoramente al dueño del mastín:

Qué hermoso ejemplar. Será un estupendo cazador.

Pues no lo sé, contesta displicentemente el interlocutor, quitando importancia al halago.

Es un perro de una estampa increíble. Habrá costado una fortuna, insiste el labrador.

No tengo ni idea. El perro no es mío.

Al oír la respuesta, el labriego increpa al animal, dándole una patada en el lomo:

Chucho, fuera, que vas a morder a Don Manuel.

Los elogios se manifiestan de forma clara y persistente. Nadie hay comparable al jefe. Es inteligente, ingenioso, hábil, bondadoso y magnánimo. Se lo dicen de forma reiterada y, muchas veces, hiperbólica.

En la etapa de Stalin, cuando eran citados los secretarios del partido y el líder pronunciaba un discurso, nadie quería dejar de aplaudir el primero y se producían aplausos de más de tres cuartos de hora.

Una de las formas de servilismo consiste en llevar al jefe los chismes de colegas y adversarios. Hacen méritos actuando de correveidiles. Uno de los factores que aportan un plus es la rapidez. Nadie puede adelantarse. Y otro es la importancia del contenido y de los protagonistas.

Le oí contar a mi amiga Lola Alcántara, que ha heredado de su padre, a partes iguales, ingenio y sabiduría, la exclamación de uno de estos personajes cuando ve a una chica preciosa paseando por la calle:

Qué hermosa criatura para mi jefe.

También me contó la historia de un fiel criado que acompañaba a su amo a una cacería. En un fatídico accidente, recibió un disparo en un ojo. El dolor era insoportable. Tenía la seguridad de que sería para siempre un tuerto. Y tapándose con la mano la horrible herida sangrante, dijo con hondo pesar:

- Lo que más siento es estropearle este hermoso día a mi amo.

Cómo no recordar al personaje estremecedor de «Los santos inocentes» (obra genial de Miguel Delibes llevada magistralmente a la pantalla por el director de cine Mario Camus en 1984) interpretado por Alfredo Landa, rastreando a cuatro patas la pieza con su olfato para servir eficazmente a su dueño. ¿Quién no ha visto esa misma estampa metafóricamente encarnada en pasillos de instituciones, en salones de empresas, en mansiones de poderosos, en palacios reales?

El servilismo es un hierba que crece en los aledaños del poder. Se riega cada día con elogios desmedidos, con silencios engañosos, mendigando una sonrisa o una prebenda, doblando el espinazo…

Existen, a mi juicio, tres tipos de servilismo: uno de naturaleza íntima que surge de la baja autoestima, del endiosamiento del otro, de la inseguridad propia, de la comodidad intelectual, de la relación patológica de sumisión. Quien piensa con la cabeza de otro, no se equivoca. Quien sigue la moral que otro ha marcado no se siente responsable de las opciones que hace. La definición de verdad tiene una peligrosa dimensión jerárquica: verdad es lo que el jefe dice que es verdad.

El segundo tipo es de carácter estratégico. Con él se busca, a través de la adulación y del servilismo, el pago de servicios, la prebenda, el privilegio, la palmada en el hombro. A quien practica este tipo de servilismo no le importa padecer la sensación de ridículo que provocan sus frases zalameras, su sonrisa forzada en la prensa detrás de la fotografía del jefe, su adhesión tan irracional como inquebrantable.

También existe un servilismo impuesto. Es el que imponen los jefes que desean sumisión, silencio y miedo a su alrededor. No me gusta estar rodeado de personas que me adulen. «Quiero gente que me diga la verdad, aunque esto les cueste el puesto», dijo ladinamente Sam Goldwin (según nos cuenta Eileen Shapiro en un libro de inquietante título: «Las verdades indiscutibles son trampas para el éxito»). Y es que, como dice Bernstein, «hay muchos modos de hacernos inofensivos. Ser fusilado no es el único».

La práctica generalizada del servilismo envilece a una sociedad, no solo a sus protagonistas. Lejos de considerarse progresivamente personas libres y responsables, iguales en dignidad y derechos, unos sienten la condición de súbditos y otros la de jefes, como si fueran marcas genéticas. Esa jerarquización de la sociedad es, a mi juicio, uno de los mayores enemigos de la democracia, entendida esta no tanto como un sistema formal sino como un estilo de vida.

La función de la escuela es formar ciudadanos, no clientes para el mercado, ni simples súbditos que callan y obedecen sin rechistar. Los súbditos orbitan sobre la esfera del poder, de tal manera que se ven constreñidos a rendir a los superiores (qué sucia palabra) el tributo de la adulación y el servilismo. El cliente orbita sobre la esfera del dinero. La pretensión última es atesorar grandes cantidades de forma fácil y rápida. El ciudadano orbita sobre la esfera de la dignidad: piensa críticamente, eleva la voz, participa en la vida pública, se agrupa, exige sus derechos, se informa, es solidario, es compasivo, cumple con sus deberes…

El ciudadano bien formado se relaciona con el poder de forma digna, sin servilismo y sin desprecio. Sin adulación y sin odio. Con respeto y con valentía cívica. El ciudadano salido de la escuela con formación cívica exige con rigor, critica con discernimiento y participa con responsabilidad.