Notas de domingo

Felicidad y algunos sustos

Dos personas pasan por delante de la entrada de una tienda en la Gran Vía.

Dos personas pasan por delante de la entrada de una tienda en la Gran Vía. / Alejandro Martínez Vélez - Europa Press - Archivo

Jose María de Loma

Jose María de Loma

Lunes. Podría pasarme la vida paseando por la Gran Vía. Siempre me parece la primera vez. La Gran Vía es un remedio eficaz para conservar la capacidad de asombro. Qué gentío, cuántas historias, qué marea humana, cuánta oferta hostelera. El cielo está limpio y uno tiene el ánimo tranquilo. Me acuerdo del libro La Gran Vía es Nueva York, de Raúl Guerra Garrido, me acuerdo de los legendarios almacenes Sepu, donde de estudiante tantas cosas mangábamos con facilidad. Caminamos por un Madrid sonriente, mestizo y comercial y atravesando calles damos a la Plaza de la Villa, para tomar el aperitivo. Almorzamos en el Marieta, en esa zona de la Castellana donde uno no sabe si el de la mesa de al lado es un pícaro o un alto ejecutivo. Le tengo mucho cariño a este sitio. A los aguacates a la brasa, también. A la tarde, escribo con vistas a la plaza de Colón y entro por teléfono en una tertulia de radio. Acaba el día. Conviene caminar. Le quita a uno bulla interior.

Martes. La visión de las amplias llanuras de la meseta castellano manchega me podrían suscitar pensamientos poéticos o melancólicos, pero me provocan unas terribles ganas de dulce. Como el wifi va renqueando, me traslado a la cafetería. La cafetería del AVE es un yacimiento de historias y de conversaciones, un parlar traqueteante, confesiones de parejas que van de escapada, estudiantes resacosos, hombres y mujeres de negocio que intercambian palabras frías y café caliente. Pido un donut. Me convendría que hubiera en la cafetería un grupo de despedida de soltero o soltera. Para meterlo en estas notas, para describirlos. Pero no hay. Me extraña. A ver si he cogido el tren aburrido y van todos de despiporre en el que salía una hora después. Diviso el fantasmal aeropuerto de Ciudad Real. Aviones que podrían llevar ahí aparcado meses. Pienso en alguna metáfora sobre los aviones que no vuelan. No me gustan las que se me ocurren. Vuelvo al donut. Y a mi asiento. Pero en él hay ahora sentado un señor que está leyendo una biografía de Fouché. No debí quejarme de falta de diversión. Esto promete.

Miércoles. A los que no tengan recuerdos de una abuela que les hacía croquetas se les asignarán unos de oficio.

Jueves. Me asomo de madrugada al balcón. Silencio. Al rato me llega de un balcón cercano el rumor del mismo programa de televisión que yo estaba viendo. Fantaseo con quién será ese vecino. Qué habrá cenado. La voz es la de Iker Jiménez. Que a lo mejor no procede de ningún televisor. Me asusto un poco y entro de nuevo en casa. La tele que apagué ahora está encendida. El citado presentador está hablando. Del caso de unas voces misteriosas. Apago la tele. Vuelvo a salir al balcón. Pillo al vecino que veía a Iker Jiménez metiéndose corriendo del balcón al interior.

Viernes. La gran poeta granadina Marga Blanco presenta su libro de poemas La puerta de mi casa en el Centro Cultural María Victoria Atencia. Feliz ocasión. La presenta Amaya. Ya saben: abrazar a los amigos produce felicidad. Veo a muchos. El hombre precavido siempre lleva un brindis preparado.

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