El contrapunto

Seda y acero, la princesa Marie Laetitia Bonaparte

Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

Ha pasado mucho tiempo y aquella luminosa dama, la princesa Marie Laetitia Wyse Bonaparte, (1831-1902), nos sigue fascinando. Fue la nieta de Lucien Bonaparte, el más interesante de los hermanos del emperador de los franceses, Napoleón I. A su madre, como a su abuela, la bautizaron con el nombre de Letizia. Su padre fue un ilustre caballero irlandés, Sir Thomas Wyse. Un muy respetado legislador y miembro del Parlamento Británico. Nació su hija en Irlanda, en Waterford.

Con 17 años, tanto la belleza como la inteligencia y el temple que emanaban de la joven Marie Laetitia hicieron inevitable su matrimonio con el príncipe Frédéric de Solms, un adinerado y prestigioso noble de Estrasburgo, también conde del Sacro Imperio. El príncipe tomó un día el camino que le llevaría irrevocablemente a tierras americanas, donde falleció. Su joven viuda, la princesa Marie Laetitia se instaló entonces en la mansión materna, convertida ésta en el marco de uno los salones literarios más admirados de París. Frecuentado por personajes del calibre de Victor Hugo, George Sand, o Alejandro Dumas. Se decía en la capital de Francia que el primo de la Princesa, el Emperador Napoleón III, quizás había considerado en alguna ocasión el posible alejamiento de la joven princesa Laetitia, hipotéticamente presionado por los celos de su esposa española, la emperatriz Eugenia. Pues se comentaba que algunos rumores que circulaban por la Corte imperial insistían en que la fascinación que Marie Laetitia ejercía sobre su imperial primo quizás podrían ser un posible motivo de inquietud para Doña Eugenia de Montijo, la augusta emperatriz de Francia.

Las sucesivas andanzas de aquella inquieta y luminosa princesa, Marie Laetitia, la llevaron al Reino de Cerdeña. Ya afincada ésta en la nueva Italia, conoció a un elegante y persuasivo estadista. El brillante Urbano Rattazzi. El que posteriormente sería nombrado presidente del Consejo de Ministros del Rey de Italia. Pronto destinado a convertirse en uno de los protagonistas claves del Risorgimento. Se casaron en 1863.

Todo esto lo supe hace unos pocos años, gracias a los responsables de la Exposición Internacional de Zaragoza, de tan grata memoria. Siempre se lo agradeceré a todos ellos. Especialmente a los dirigentes de la españolísima Sociedad Estatal de Exposiciones Internacionales. Ellos habían solicitado mi modesta colaboración en un volumen dedicado a la historia de las aportaciones de España a las grandes Exposiciones Universales. Revisando la copiosa documentación sobre éstas, me interesó un texto que encontré en un amarillento ejemplar de la Revista de la Exposición Universal de París de 1889. Descubrí en él unos muy interesantes párrafos dedicados a las delicias que se ofrecían en el magnífico Pabellón de España parisino. Entre ellas figuraba el jamón ibérico, «cortado en lonchas tan delgadas como el pétalo de una flor». O los gloriosos aceites extraídos de las olivas andaluzas, con sus prodigiosas tonalidades doradas. Firmaba aquellas páginas, memorables en todos los sentidos, una egregia dama: doña María Leticia de Rute y Giner. También conocida como la Princesa Marie Laetitia Wyse Bonaparte.

Era ésta una preclara escritora. ‘Si j’était Reine’ (1868) o ‘Les marriages de la créole’ (1866). Y tantas otras, que ennoblecen una amplia bibliografía. Pero su obra de arte más deslumbrante fue su propia vida. Trabajada y esculpida desde su valentía y su fortaleza de espíritu, además de una prodigiosa capacidad para ver lo que nadie veía. ¿Y ese nombre español? También pude saberlo. Después del fallecimiento del gran estadista Urbano Rattazzi, la princesa, su viuda, contrajo matrimonio con un noble malagueño, el conde de Rute. Ilustre y docto ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, también destacó don Luis de Rute como político y hombre de letras, siendo admirado como un muy competente políglota. Colaboró también don Luis como redactor de la revista de su esposa, ‘Les matinées espagnoles’. Una excelente publicación parisina, dedicada a la siempre fascinante España.

Cuando en aquella primavera de 1889, doña María Letizia Bonaparte, condesa de Rute y Rattazzi, princesa de Solms, visitó en París los esplendores mudéjares del Pabellón de España, descubrió que siempre había amado a esta tierra nuestra. Tan apasionante como mágica. Quizás por eso el maestro Théodore de Banville le dedicó a la princesa Leticia estas líneas. Las mismas que hoy podemos leer en uno de sus más acertados poemas:

«Ô sublime inspirée, ô grande inspiratrice, comme une Béatrice en un ciel idéal.»