El Contrapunto

Hoteles en la memoria: Hôtel de Paris, Monte-Carlo

Imagen del Hôtel de Paris, Monte-Carlo

Imagen del Hôtel de Paris, Monte-Carlo

Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

NOTA DEL AUTOR: La verdad es que creo que no queda mal esta nota del autor. Es una fórmula muy utilizada por los escritores decimonónicos. Confieso que me encanta. Creo que encaja muy bien en este artículo, en el que se intenta describir con unas ajustadas pinceladas un hotel único e irrepetible, nacido en pleno siglo XIX en un lugar también único e irrepetible. Artículo que desde luego ha sido posible gracias a mis ilustres amigas Enêri, Charlotte y Dewy, mis admirables musas literarias de Captiva Island. Varadas en las hermosas playas de aquel rincón de la costa oeste de Florida.

Nunca olvidaré mi primera visita al Hôtel de Paris, en Mónaco. Bueno, en Monte-Carlo, el barrio elegante del Principado, con el que el hotel siempre ha querido ser identificado. Noviembre de 1963. Mi mujer y yo estábamos recién casados. Todo Mónaco era como un cuento de hadas, sobre todo el palacio de los entonces príncipes y sus soldaditos de opereta, famosos en todo el mundo gracias a la reciente boda de la gloriosa Grace Kelly con el Príncipe Rainiero. Habíamos llegado a Cannes en el Constitution, aquel romántico transatlántico de la American Export Lines. El que, con su hermano gemelo, el Independence, enlazaba Nueva York con un rosario maravilloso de puertos mediterráneos. Habíamos embarcado en Algeciras. Donde también reinaba otro hotel inolvidable: el Reina Cristina.

En la excursión para los pasajeros a lo largo de la Costa Azul teníamos previsto almorzar en Mónaco, en el Hôtel de Paris. Era un día diáfano y suave de otoño, la mejor época del año para visitar el sur de Francia. La luz que bañaba la plaza del Casino le daba tonos de acuarela de la Belle Époque. El Café de Paris, el casino y aquel hotel excelso, consagrado por más de un siglo de magias y de hacer bien las cosas: el Hôtel de Paris. Nunca olvidaremos ese almuerzo en aquel restaurante palaciego: la Salle Empire. Sencillamente aquello era como estar en otra galaxia. La fachada del hotel parecía un gigantesco decorado, entre parisino y mediterráneo. Cariátides haciendo de ninfas, columnas, balcones absolutamente inspirados por la arquitectura de la Europa del Sur, además de guirnaldas y adornos quizás peligrosamente cercanos algunos de ellos a las tartas de boda de un inspirado y prodigioso chef pastelero. Aquel salón donde estábamos almorzando (después nos enteramos que había sido declarado Monumento Nacional) y aquella sabiduría hotelera parecían transportados desde otro palacio: Versalles. Ni mi mujer ni yo, viajeros muy jóvenes e inexpertos, habíamos visto jamás nada parecido. Pero lo que más nos impresionó fueron las vibraciones de un lugar que sabía que llevaban un siglo siendo el centro de un universo muy especial. Sin ningún complejo.

A mediados del siglo XIX las cosas no iban nada bien para el minúsculo Principado de Mónaco. Aparte de la pesca, pocos recursos le quedaban a ese aislado y agreste enclave rocoso en la costa del sur de Francia. Se habían perdido territorios que permitían al Principado una actividad agrícola razonable. La casa de los Grimaldi, igual que muchos de sus súbditos, se enfrentaban a un futuro sombrío. El Príncipe Carlos III le expuso a su madre, la Princesa Carolina, que simplemente se habían quedado sin opciones. La Princesa tuvo entonces una idea que cambiaría para siempre el destino de Mónaco y sus habitantes.

Habían llegado a los oídos de la augusta dama noticias sobre una nueva moda que había cautivado a las clases dirigentes de Europa: la pasión por los balnearios y los grandes hoteles, vinculados a un casino. Y todo orientado a un público mundano y de gustos refinados. La Princesa Carolina le ordenó a su secretario, M. Eynaud, que se desplazara a Bad-Homburg en Alemania para investigar qué había detrás del aparente éxito arrollador de un casino recientemente abierto en aquella risueña y elegante ciudad germana.

Obviamente, M. Eynaud regresó impresionado por lo que había visto. Pero también había llegado a la conclusión de que un casino necesitaba el apoyo de un spa, es decir, las instalaciones de un buen balneario. En 1858 la casa reinante de Mónaco concedió una concesión de 30 años a los señores Napoleon Langlois y Albert Aubert para construir y gestionar un balneario dedicado a los baños de mar, los futuros y famosos ‘Bains de Mer de Monaco’. El emplazamiento seleccionado sería el de la Villa Bellevue. Otro empresario, el astuto François Blanc, el responsable del éxito fulgurante de Bad-Homburg solicitó una concesión para abrir un casino. La compañía se llamaría la Société des Bains de Mer et Cercle des Etrangers. El promontorio donde se levantaría el casino y después el hotel se llamaba Les Spelugues. Las Cuevas. Rápidamente el lugar cambió de nombre: Mont Charles, en honor del Príncipe Carlos. De ahí a Monte-Carlo. Un gesto de afecto algo oportunista hacia la vecina Italia.

El casino se inauguró con unos festejos espectaculares el 18 de febrero de 1863. El mismo año en que empezaron las obras de la construcción del contiguo Hôtel de Paris. Proyecto del prestigioso arquitecto Dutrou, creador del Grand Hôtel des Capucines en París. Irrevocablemente unidas ambas casas, el hotel abrió sus puertas el 1 de enero de 1864. La combinación de un hotel excepcional con uno de los casinos más elegantes de Europa deslumbró a la alta sociedad de aquellos tiempos. Por primera vez en la historia del Mediterráneo, se podía decir que los grandes Palaces de Europa tenían un temible rival en lo que había sido hasta entonces un lugar casi salvaje y aislado, al borde de un mar muy hermoso, pero asociado a la pobreza y a la incultura. Necesitaría varias veces el espacio dedicado a este artículo para mencionar la lista interminable de personajes de primerísima fila, que hicieron del Hôtel de Paris su casa, y la estela de anécdotas e historias que les seguía, para hacer justicia a ese hotel, simplemente prodigioso.

El Hôtel de Paris era un imperio encantado donde no se ponía el sol. Hasta los años duros de la Segunda Guerra Mundial. No fueron fáciles los tiempos de la ocupación alemana. El Hôtel de Paris sufrió la humillación de ser requisado para servir a los ocupantes como cuartel y sede de la Gestapo. En 1945, a partir del final de la guerra, el hotel intentó recuperar el tiempo y el terreno perdidos. No fue fácil. Muchos de los antiguos clientes habían desaparecido o estaban arruinados. En una Europa destrozada por la guerra el Hôtel de Paris parecía un anacronismo fuera de lugar. Afortunadamente otro empresario, Aristóteles Onassis, apareció en 1954 en la Place du Casino. Invirtió en la Société des Bains de Mer una fortuna colosal. Y sobre todo tuvo el acierto de confiar la dirección del hotel a uno de los más grandes directores y hoteleros de la historia: Jean Broc, el maestro de maestros.

Monsieur Broc fue poco a poco restaurando la delicada obra de arte que en realidad era el Hôtel de Paris. En la que siempre había jugado un papel fundamental la perfección y la profesionalidad de su equipo humano, que en el pasado habían hecho posibles unos restaurantes y una bodega simplemente milagrosos. A pesar de todo, el mundo había cambiado y el peligro para el hotel era intentar seguir anclado en un mundo que ya no existía.

No fue así. Aquella joven pareja de recién casados malagueños, la que descubrió otra galaxia en 1963, ha regresado hace ya algún tiempo a la Place du Casino. Ahora como unos ancianos felices y sobre todo agradecidos a todo lo que la vida les ha concedido. Y que puede dar fe de que allí sigue reinando un hotel maravilloso. Probablemente uno de los mejores de este planeta.

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