El contrapunto

El paleontólogo

Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

En estos tiempos, tan turbulentos como corrosivos para nuestro desdichado país, me llegan los ecos de las arengas de los mercenarios de las diversas causas presuntamente sagradas. Abriéndose camino, como pundonorosos cabos gastadores, con sus banderas, sus picos y sus palas a través de los fétidos arcos triunfales que sus amos han ido preparando. En verdad puede ser un espectáculo poco grato. Y que es prudente y por supuesto también es saludable compensar con las lecturas de los maestros de hoy y de siempre. Como nos ocurre con el inmortal Salustio, cuando nos avisa que los hombres sabios deben huir del deseo desmedido de las riquezas: «Avaritia pecuniae studium habet, quam nemo sapiens concupivit».

La vigorizante terapia de la distancia sería el mejor antídoto para estos horrores, tan cercanos a la muchas veces deprimente condición humana. Así lo aconsejaba el legendario profesor Farish Jenkins a sus alumnos de biología en la Universidad de Harvard. Se decía entonces que el ilustre paleontólogo había sido la inspiración de los creadores de Indiana Jones, personaje encarnado en el actor Harrison Ford. También, como su «alter ego», Indiana Jones, el profesor Jenkins solía ir bien armado en sus desplazamientos por lugares peligrosos. No con un látigo como Indiana Jones, aunque sí con un rifle de caza mayor. Y no se protegía con el famoso sombrero, aunque sí utilizaba un curioso gorro de piel de conejo, comprado en la extinta Checoslovaquia. Siempre daba el profesor Jenkins una imagen de discreta elegancia, con su reluciente reloj de bolsillo y sus trajes anticuados. Tanto en su aula de Harvard como en una excavación en busca de fósiles en algún remoto rincón del planeta. Como no podía ser menos, conservaba el ilustre paleontólogo ciertos aires militares, legado de sus años en los que oficiaba como capitán de artillería de los United States Marines.

Este gigante de la investigación paleontológica no soportaba la prepotencia de algunos de los grandes personajes de Harvard. Su épica oposición al temible Larry Summers, el rector de la gran universidad norteamericana, terminó con la prudente retirada de su poderoso enemigo. Farish Jenkins odiaba la vanidad y el egocentrismo algunas veces presentes en el mundo académico. Creía ciegamente en la humildad del buen profesional y en la ética del trabajo bien hecho. Sin atajos. Y era bien sabido que nunca dejaba de celebrar, reconocer y aplaudir los méritos de todos sus colegas.

En Harvard recuerdan todavía uno de sus más grandes descubrimientos: el «Tiktaalik roseae», aquel pez fósil con más de 375 millones de años, testigo primigenio del paso de los seres vivos del mundo marino a la tierra. Fue característico del profesor Jenkins el bautizar con los nombres de sus benefactores los restos de la legendaria criatura. «Tiktaalik» en honor de sus anfitriones, los indios inuits, en aquella expedición al Ártico. Y «Rosae», en honor de Rose, la mecenas anónima que había financiado los trabajos de aquel descubrimiento.

Los alumnos de Farish Jenkins sentían auténtica veneración por su profesor. El que fuera siempre un maestro en el arte de ser una buena persona, siempre ejemplar, e igualmente un maestro en el complicado y admirable arte de saber vivir como un modesto «gentleman» de ciudad pequeña. Siempre amable, siempre honrado y siempre con sentido del humor.

A nadie le sorprendió su reacción cuando le detectaron en un chequeo rutinario un cáncer potencialmente muy agresivo. Les dijo a sus alumnos que no se preocuparan por él, ya que «como paleontólogo estoy perfectamente familiarizado con el proceso de la extinción de la vida». Ganó aquella batalla. Como tantas otras a lo largo de su larga trayectoria vital en este mundo. Pero como ya está escrito para todos nosotros, no pudo ganar la que sería la batalla final. La que le impidió celebrar con los suyos sus últimas Navidades. El profesor Jenkins ya estaba entonces instalado en su propia Via Lucis. En un sendero gloriosamente personal e intransferible.

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