Opinión | Viento fresco

Confusión en la sala

No soy, yo, no soy yo, bramé sin éxito ante el concurrido auditorio

No soy, yo, no soy yo, bramé sin éxito ante el concurrido auditorio.

No soy, yo, no soy yo, bramé sin éxito ante el concurrido auditorio. / L. O.

La conferencia comenzaba a las siete. Y allí estaba yo a las siete menos cuarto, sentado en buen sitio, cuarta fila, junto a un señor de gran parecido a Alain Delon y una señora que amenizaba la espera leyendo un libro de sonetos de Quevedo. Pasaron los minutos y terminó de llenarse la sala. El presentador subió al estrado con cierta cojera, una camisa amarilla y una descuidada barba. Tras dar los buenos días, pese estar ya bien avanzada la tarde, rogó al conferenciante que subiera para comenzar su alocución. Se hizo un silencio grave. Y me hizo un gesto. Pensé que se estaba dirigiendo a alguien que estaba detrás de mí. Pero no. Pasó un larguísimo minuto. La señora quevedesca me miró y me dijo: si no sube usted ya nos vamos a convertir en polvo. Muchas miradas confluyeron en mí. Vamos, hombre, dijo el presentador, sube ya. Me levanté cohibido. Azorado, incluso. Abandoné mi asiento y subí pero haciendo el gesto de no, no. Yo no soy, acerté a decir. «¿Ven ustedes como es un conferenciante sugerente?» dijo el de la camisa amarilla. Precisamente, añadió, de eso queremos hablar: del ser, del no ser, de qué soy yo, de cómo nos ven los demás. Y añadió: «Gracias ya de antemano por tu sabiduría». Y bajó del estrado y se sentó, se acarició la barba e hizo un gesto como de expeler una ventosidad. El auditorio me miraba. Un azafato vino y me dio un micrófono. Lo agarré. Yo soy muy de agarrar las cosas cuando me las ofrecen desde que mi mujer me dijo un día: «Cuando veas la vaquilla, coge la soguilla», que debe ser un dicho del Norte o Talavera o Madrid, que seguramente quiera enviar el mensaje de que hay que aprovechar la ocasión cuando se presenta. Me puse graciosillo y le dije al azafato: «Sí, claro, es que es muy importante que se oiga bien todo lo que NO tengo que decir», frase, que claro, amplificó el micrófono, que para eso están los micrófonos, para funcionar a la perfección justo cuando no te das cuenta de que funcionan. Y comenzaron todos a reír. Una risa franca, larga, colectiva. Pedí silencio y traté de gritar, asombrándome a mí mismo del tono de voz: «Bueno, en realidad, yo es que...» No me dejaron acabar la frase. Empezaron a aplaudir. Esto es una confusión, señores, bramé ya sin azoramiento. Observé de pronto que alguien se había sentado en el sitio que yo había dejado libre y lo señalé. «Será un honor comenzar yo el turno de preguntas», dijo el señalado. Le pasé el micrófono.