Opinión | EL PASEANTE

Mi navaja

Diego Santos podría haber incluido a la genial Olivia Valere en su catálogo de homenaje al estilo del relax. En su discoteca no quería feos. Pero claro, es muy difícil calificar así a alguien que aparezca al volante de un Rolls Royce, vestido según ese pomposo sintagma de primeras marcas y adornado por esa humilde tarjeta con crédito ilimitado que todos poseemos. Ya nos enseñó Kant que la belleza se encuentra en la mente del sujeto que mira, no en el objeto contemplado, aunque el austero filósofo alemán nunca consideró los millones de euros en la cuenta corriente como un factor objetivo de embellecimiento del individuo. Mi abuelo era aficionado a leer ‘El Caso’ y mi otra abuela tenía una amplia colección del ‘ABC’ editado entre los años veinte y los sesenta del pasado siglo, junto a aquel suplemento más o menos cultural titulado ‘Blanco y Negro’. Los retratos de los criminales ilustraban casos truculentos, siempre cruzados por unas bajas pasiones insinuadas con la suficiente maestría de quien no buscaba el agravio hacia aquella moral, tan de apariencias, pero que tampoco quería esquivar insinuaciones de incestos, amancebamientos y conductas licenciosas como narraban las columnas dedicadas a aquel crimen que cometió el capitán Sánchez por celos de su propia hija. O la tragedia que para los niños gordos provocaba el encuentro en cualquier descampado con el Sacamantecas, quien les extraía lonchas de la grasa corporal para posarlas sobre el pecho y curar, así, la tuberculosis. Dado mi atractivo sobrepeso nunca salía sin mi navaja, no fuera que. Aquellos rostros malencarados y cetrinos, pregoneros de su culpabilidad sin necesidad de juicios ni sentencias, ni tampoco de delito, traslucían un universo depravado y chabolista. Gentes desdentadas a quienes se intuía toda clase de perversiones y que, incluso, mediante métodos de sondeo de aquellos rasgos casi polifémicos, ciertos jurisconsultos pretendían enviar a la cárcel antes de que pudieran dar rienda suelta a sus instintos, de natural, sanguinolentos.

La sociedad actual española superó aquellos negros años de hambruna y piojera crónica. Así, un buen número de medios de comunicación llevan ya meses ocupados en el juicio a Daniel Sancho tan aparentemente alto, rubio, con un cuerpazo de esos a los que Olivia Valere habría dejado atravesar sus atrios de diversión y lujo reconstituyente de toda esa impudicia con que la madre naturaleza ensució la cara de los menesterosos. Este caso demuestra los grandes avances de nuestro país donde una persona a la que aquellos periódicos de mis abuelos habrían dedicado varios números seguidos y exclusivos, hoy podría salir a la vez en revistas de moda e, incluso, de estilo de vida y fitness y wellness y varios ‘ness’ más. La acusación por la que está detenido es semejante a aquella que encarceló al capitán que mató al novio de su hija y luego lo descuartizó con un cuchillo idéntico al que uso para untar mantequilla, herencia de mi abuela, el cuchillo, no la mantequilla. Ya no recuerdo bien la historia que mis mayores me leían, supongo que como una imprecisa lección de ética. Yo no sabía qué me querían decir y nunca supe si esperaban que, frente a una circunstancia semejante, me comportase como el asesino, como el acuchillado o como la hija, o si me avisaban de que no olvidase una cabeza dentro del fogón de la cocina de leña. Un mar de dudas. A veces, sobre todo al principio de este embrollo tailandés, parecía que varios presuntos medios exculparan al investigado, a pesar de que apenas tenían información. Un joven tan bien parecido, con buenas cualidades para la cocina y que demostró su profunda espiritualidad por esa huida voluntaria hacia tierras de oriente, no puede ser culpable sino de ser la paradójica víctima de la envidia y del deseo malsano a un mismo tiempo, suposición que nunca habría favorecido a cualquiera de los sucesores de aquellos semblantes cejijuntos y malbarbados. He afilado mi vieja navaja por si algún tipo guaperas me pide fuego en cualquier callejón oscuro.