Opinión

¿Un Museo Ruso ahora en Málaga? (y 2)

Sobre la defensa del alcalde del mantenimiento de la pinacoteca en plena Guerra de Ucrania

"La carga de la caballería roja", de Malévich

"La carga de la caballería roja", de Malévich / Museo Estatal de San Petersburgo

Víctor A. Gómez

Víctor A. Gómez

Una de las cosas que más me molestan a la hora de analizar asuntos culturales es la hipocresía, la conveniencia según la cual hablamos de un sector que debe ser incluido en la discusión 'seria', o sea, considerado un motor económico y de importancia social, no simplemente reivindicado desde lo artístico pero que, sin embargo, cuando la cosa se pone tensa o polémica, parece configurarse como una especie de oasis, un refugio al que recurrir, aislado del mundo, de sus oscuridades, sus dilemas. Acaba de defender el alcalde, Francisco de la Torre, la necesidad de mantener el Museo Ruso a pesar de la guerra de Ucrania y (sus todavía por ver) secuelas porque la cultura supone "un antídoto contra la barbarie", un argumento bello y no exento de razón, desde luego, pero, a la postre, completamente hueco, como llevar una pancarta del "no a la guerra" un domingo soleado a la plaza del pueblo: un gesto bonito e inútil. 

Asegura De la Torre que "hay que distinguir entre el pueblo ruso y el arte ruso y los gobernantes de Rusia". Por supuesto. Putin no es Rusia, ni su presente, ni su pasado ni su futuro. Pero este asunto no es equiparable a la actual incomodidad desde ciertos sectores respecto a la figura de Pablo Ruiz Picasso; aquí no se trata de una cuestión moral, la de deslindar las luces del artista de las sombras de la persona, sino del hecho de que mantener el Museo Ruso supone pagar una cierta cantidad de dinero a un Gobierno que ha decidido saltarse todas las reglas del juego internacional. Repito, Putin no es Rusia, tampoco el Museo de San Petersburgo, la casa matriz de la pinacoteca de Tabacalera. Putin morirá y, afortunadamente, continuarán el arte y los museos de su país; la guerra con Ucrania terminará, de una manera u otra, y continuarán los cuadros y las esculturas. Pero, siguiendo las palabras de nuestro alcalde, mantener el Museo Ruso pasa por "pagar a los gobernantes de Rusia por el arte ruso que fue creado por y para el pueblo ruso". Ni más ni menos. Y eso pasa, claro, por colaborar con "los gobernantes de Rusia", no los de antes ni los que vendrán, no, con los que hay ahora. Con Putin. Tapándonos la nariz, mirando para otro lado.  

Relegar la cultura a su condición de parcela aislada de todo tiene una consecuencia: termina convirtiéndose en un mausoleo, un desván lleno de cosas que nos resultan ajenas. Vale, eso suena un poco vago, intangible. Qué tal esto: también supone un peligro, porque, ¿a qué reglas obedece entonces la cultura si habita en un espacio diferente al de la actualidad que poblamos nosotros mismos? No, no hablo de que mantener un museo dedicado al arte ruso suponga un insulto a las víctimas ucranianas del conflicto; tampoco se trata de proponer una quema pública de la obra completa de Tolstói, como si fuera un vulgar ejercicio de cancelación de una celebrity por un tuit escandaloso. Simplemente me pregunto: si el grueso de la comunidad internacional ha decidido acorralar hasta la asfixia a Rusia, por qué la cultura se escapa de ello. Podría empezar a comprenderlo si el hecho cultural no fuera, como todos, sometible a los factores económicos y de control gubernamental, pero es que resulta que vaya que sí está sometido a factores económicos y de control gubernamental. Si es que hasta los que rigen los destinos del fútbol, habitualmente insensibles y obtusos, han cortado lazos con los equipos rusos...  

Obra de la temporal 'Guerra y paz', en el Museo Ruso

Obras de la temporal 'Guerra y paz', en el Museo Ruso / Álex Zea

Esto no es como un llamamiento a boicotear el consumo de butifarra por la declaración unilateral de independencia de Cataluña. Esto se trata de analizar si ahora, en este momento, a dos meses de la inauguración de las nuevas exposiciones del Museo Ruso, con el mundo en contra de un país que lucha contra el mundo, repensemos la cuestión. Si es que, al final, no la repensarán por nosotros los organismos internacionales, haciendo literalmente imposible el pago y el transporte de las obras para colgar en sus paredes. No crean que escribo esto sin pena: se trata de mi museo favorito de Málaga, situado cerca del barrio en que nací y crecí y que nunca imaginé que podría albergar cuadros de Malévich. Pero creo que la mayor muestra de respeto y admiración hacia el arte, hacia la cultura, pasa por involucrarlo en nuestra vida, en nuestro mundo y en nuestro día a día, en las cosas que nos importan, nos asombran y nos repugnan, como una parte más, y fundamental, de lo que somos y por lo que vivimos; no por dejarla en una urna de cristal porque es hermosa y aparentemente no molesta.

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