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Radiografía del abandono

'Historia de pastores' es una audaz ópera prima donde Jaime Puertas Castillo hace uso de las ruinas rurales en un ejercicio de documentalismo y onirismo

Una imagen de 'Historia de pastores'.

Una imagen de 'Historia de pastores'. / L. O.

Miguel Robles

Miguel Robles

Me resulta una especie de oximoron combinar el término rural con la generación Z. Eso mismo le dije a Jaime Puertas Castillo. Pero también hay excepciones -niños que crecieron entre la infinitud de los campos de trigo, las aventuras diurnas de palos y piedras, las veladas en la terraza que se alargan hasta la madrugada bajo la dictadura de los mosquitos y el grillar que sonoriza el calor del verano- que se transforman en casualidades en forma de películas, como "Historia de Pastores". 

Aun así, la mística que rodea a los pueblos de nuestra meseta han dejado de ser excepciones. Ya son hasta, tristemente, anecdóticas. Como documental del pequeño Jaime que se desarrolló con los raíces de un mundo a la intemperie, el joven cineasta granadino regresa a las ruinas no sólo de su infancia sino de una España fosilizada. Una sosegante radiografía del abandono en la que se abraza el slow-cinema que remembra al Novo Cine Gallego (específicamente a O que Arde de Oliver Laxe) o la particular bilogía de Carlos Reygadas donde a través de planos generales revelan un campo inhabitado, apagando a sus personajes en la oscuridad en la que sólo las farolas confirman con un clemente atisbo de luz nocturna que siguen ahí. 

Esa generación familiar que predica los hábitos del primer sector que el entorno cosmopolita dejó de escuchar décadas atrás. Cuerpos deteriorados -como los objetos, ya desquebrajados, que dan uso en el día a día- que se resisten a abandonar su costumbrismo. Al final, porque no tienen más remedio, observando desde una hilera de rocas al rebaño de ovejas que se desperdigan por un terreno asolado por la sequía, se aburren contándose las mismas historias. Cuentos fantásticos entre los que quedan. 

Pero la naturaleza, impaciente, continúa su curso. El humano, uno más en el ganado, divisa los drones, auténtico símbolo de futuro, que desde el cielo vigilan las ruinas desamparadas en una implícita tristeza. Como si sus paredes despintadas o sus puertas oxidadas lloraran por la ausencia de sus propietarios, ahora muertos o en otro lugar mucho más moderno. 

Algunas personas mayores intentan sobrevivir a las reglas de la tecnología. Estudian, en precaria condición de becarios, los restos de sus antepasados dialogando en una especie de silencio romántico en frente de una pantalla táctil, completamente opacados ante un proyector que reproduce su investigación a un patio vacío de butacas. Los demás, sin estudios y sin recursos, mueren en el olvido (Castillo de manera inteligente lo hace a través de lo onírico) de un último recital de aquellas historias. Y los niños, de esas mismas familias -la cámara aísla en el plano a los pequeños de sus progenitores, proyectando esa brecha generacional- simplemente preguntan: ¿Cuándo vuelve el Wifi?