Notas de domingo

Excursiones mentales

Jose María de Loma

Jose María de Loma

Lunes. He hablado por la radio, me he peleado con mi banco y me ha telefoneado un poeta. He escrito una columna de la cual he quedado bastante insatisfecho. Tarde sin historia. Ceno queso.

Martes. Esto no será la guerra, se pregunta Garriga Vela en la calle Larios, oyendo los cazas que sobrevuelan Málaga, cuando vamos a despedirnos. Garriga se va un mes a Ecuador, a desconectar de todo en la selva. Antes, en un placentero café que ha durado tres horas, nos cuenta que su próximo libro sale en la editorial Candaya. Garriga es amable, cálido, saludablemente despistado. Agustín Rivera y yo le hemos hecho muchas preguntas sobre su vida y el autor de ‘Muntaner 38’ o ‘Pacífico’ nos ha alegrado la mañana con anécdotas e historias literarias, como la de aquella vez en el Feria del Libro de Barcelona en la que Vázquez Montalbán, viendo la cola de lectores en busca de firma y dedicatoria que tenía Garriga, sacó un par de puros, «Garriga, esto hay que celebrarlo». Garriga mira la hora en este día soleado y viendo que son las dos, afirma: creí que eran las doce. Se va, Rivera y yo nos vamos de cañas. La cerveza, bien tirada. La rusa, mejorable.

Miércoles. Llegué tarde a Landero, como a tantas cosas. Landero fue alumno del abuelo de Amaya, el poeta Rafael Morales. Fue Morales uno de los que más le insufló moral, nunca mejor dicho, para que continuara escribiendo, tentado como estaba Landero de dejarlo. Leí hace años algo de él pero este verano, y dicho está en estos diarios, me di a novelas como ‘Una historia ridícula’, que es un modelo de novela bien escrita, amena y sin que se note la pretensión (que suele gafar el artefacto literario) de hacer una obra cumbre. Que lo es. Le han dado el Nacional de las Letras.

Jueves. Nervión. Terraza. Temperatura perfecta. Cerveza, choco frito. La mañana en plató ha sido intensa. Paseo por Sevilla y hasta perpetro luego en un castizo local, con su correspondiente ruido, jaleo y guirigay un texto para este periódico. Y mi columna. Va ampliando uno ya su colección de sitios raros donde ha escrito la columna. Nada como aquel día en Girona, en la estación, de madrugada, con el móvil. A la noche, ya en casa, viendo la serie El inmortal (tráfico de droga en el Madrid de los noventa, la banda de Los Miami), me viene a la cabeza de repente lo que creí (ahora no) el comienzo espectacular para un poema. Me levanto a anotarlo pero llega una escena cumbre. Me siento. Matan a uno. Me desconcentro. Yo soy muy de desconcentrarme cuando matan a alguien. Preferiría no verlo. Incluso según en qué casos, que no lo mataran. No hay poema. Hay muerto. No hay más vino, nos hemos acabado las almendras. Me asomo para ver la Catedral, después de haber visto casi al amanecer La Giralda. Un gato cruza la calle. La cruza para salir aquí, seguro.

Viernes. He tenido temprano una discusión de tráfico desasosegante y es una pena que eso impregne el ánimo varias horas y se lleve la felicidad de viernes, las expectativas, la satisfacción de lo mucho y provechoso acometido esta mañana. Almuerzo alcachofas. A media tarde, mi hijo me manda callar mientras él juega on line al ajedrez. Y ahí estamos, en el salón, frente a frente en la misma mesa, él matando peones y yo editando una página. Ha cogido para él el mejor de los dos portátiles. De cuando en cuando me exige un batido. No se irá el viernes sin un paseo gozoso antes de la cena, ciudad bulliciosa, noctívagos mezclados con quienes vuelven de trabajar. Los planes para el fin de semana incluyen vivir el momento. Cada uno. Sin pensar en el siguiente.

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