Arte-fastos

Saturno y sus caprichos

Figura de Dalí en un museo de cero.

Figura de Dalí en un museo de cero. / L. O.

José Manuel Sanjuán

José Manuel Sanjuán

Salvo casos muy concretos, o casos perdidos, los artistas actuales, ya sean veteranos o emergentes, no suelen ejercer como tales en su presentación pública, es decir, evitan llamar la atención más de lo necesario, bien con su vestimenta, bien con su comportamiento, porque la protagonista es la obra y la que debe suscitar los comentarios. No obstante, he sido testigo de una de esas excepciones. Ocurrió hace poco, en una galería de cierto renombre situada en el litoral malagueño, durante la inauguración de una exposición colectiva de artes plásticas. Nada más entrar por la puerta, el personaje acaparó todas las miradas: alto y desgarbado, rondaba la cincuentena aunque su rostro evidenciaba excesos varios; vestía chaqué gris marengo con levita a juego, si bien ajados sin piedad; un chaleco del que habían desertado varios botones y corbata de nudo inexplicable; pantalón tobillero y botines marrones, sucios y desanudados. Completaba su atuendo con una elegante chistera, vistosas condecoraciones ganadas en Dios sabe qué batallas y la compañía de un perro, dócil y paciente mientras su amo saludaba a colegas e invitados.

Sin duda alguna, dicho individuo (mantengamos su nombre en el anonimato) explotaba sin recato la imagen del artista como alguien especial, distinto a los demás seres humanos; tópico tan difundido por la literatura artística como asumido, aún hoy, por parte de la ciudadanía. Una leyenda basada en textos y documentos de la Grecia clásica donde autores como Platón, Aristóteles o Demócrito atribuían a la melancolía o bilis negra un doble efecto: negativo, como fuente de carácter sombrío y meditabundo; positivo, como germen de la creatividad. Pero sería a partir del siglo XV, en la Florencia renacentista, cuando el filósofo neoplatónico Marsilio Ficino añadiría a esta doctrina el concepto de inspiración, momento sublime en que el artista manifiesta su genio creador gracias a la acción divina, pero también a la influencia de Saturno, planeta que «conduce a la mente a la contemplación de asuntos más altos», esto es, menos terrenales, y propicia actitudes ensimismadas y meditativas que, ya en aquel tiempo, derivarían en conductas raras, peculiares o excéntricas, como las que salpican, por ejemplo, las biografías de Piero di Cosimo, Leonardo da Vinci o Miguel Ángel.

Cuentan sus biógrafos (Robert Descharnes y Gilles Néret, 1994) que Salvador Dalí, en su primera visita a Nueva York, dedicó el día de Navidad a pasear por las calles tocando sin cesar una campanilla para que la gente lo viera y reconociese. Puede ser que a nuestro pintor también le aterre pasar desapercibido; pero, a diferencia de Dalí, bastaba con ver sus cuadros para comprobar que esa pose, ese ridículo disfraz encubría la nulidad más absoluta, y que solo utiliza la inspiración como vacío reclamo promocional, porque, a día de hoy, ni Saturno ni la divinidad le han favorecido con la gracia artística. Quizá en el mundo de la moda…

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