Pregones que no fueron

Adiós

Este año no he sido pies ni hombre de... ni cualquier metáfora de pregón callejero que sirva para nombrar al noble arte de empezar con el izquierdo - Me despido sin ruidos, sin adioses dolorosos ni aspavientos ni tragos amargos de senectud y con el firme propósito de ser uno más que entre la muchedumbre que te admira, simplemente lance un beso tras la señal de la cruz y que llegue a esas mejillas sonrojadas por las lágrimas

Jorge Salinas

Jorge Salinas

Como dijo el poeta, adiós tiene nombre de drama. ¿Cuántas veces decimos adiós en la vida? Adioses sinceros, adioses de mentira, adioses que nunca se quisieron decir y adioses necesarios. Adiós le dice el incienso al carbón mientras dibuja una humareda de unción, pena y tristeza. Adiós le dijo el mazo a la campana en conversación íntima en casa hermandad o iglesia. Adiós, compañero, que la vida te trate bien y que Ella proteja a los tuyos en ese momento de bajar el trono por última vez. Adiós a los amigos de fila nazarena, un adiós hasta el lunes que nos veamos en el colegio. Adiós nunca se le dice al amor sincero que entre noches de primavera, forjó el romance sin rosa prendida en el pecho, de aquellas primeras salidas sin tus padres, de aquellos sentirte mayor que entre bullas y manos entrelazadas cruzan la linea temporal de las procesiones eternas, intangibles, de las que no se acaban porque no quieres que ese tiempo, pausado, tranquilo y a la vez desenfrenado, se escape entre unas manos de Bru. Adioses lentos, con regusto a romero pisado, a curva infinita, a luces apagadas, a canela, a papa asada y manzana de caramelo. Adioses con sonido a silla de madera cerrándose y apuñalando siete veces siete el corazón de la ciudad vendida. Adioses con recuerdos de ruedas chirriando, adioses en balances y debates a la nada tradicional. Adiós siempre con nombre de mujer, mujer de hechuras divinas que entre lágrimas susurra que el adiós es el comienzo. Adiós a las mujeres de Jerusalén. Adiós envuelto en sangre limpiada en paño de pureza.

Creo sinceramente, que Él no se despidió de nadie. Llevaba tres años despidiéndose. Como yo, queridos lectores. La despedida es algo inevitable aunque en tu corazón siempre será evitable. La despedida siempre debe ser educada, señorial y razonada. Uno se despide hasta si hace falta de las torrijas de una confitería. Qué hermosa palabra, confitería. Uno se despide del familiar que sin lazos de sangre, comparte contigo en sagrada cena, las chucherías, el itinerario, la caridad de dejarte pasar con una sonrisa. Se despide anonimamente siempre alguien de alguien en acera, esquina o curva imposible. Uno se despide de aquel manto en forma de ciudad que se aleja en duelo tortuoso de plañideras que solo piensan en pasar hojas de calendarios para volver a ver a ese manto alejándose en ese mismo lugar. Uno se despide de aquel itinerario arrugado, cuya tinta fue sangre, sudor y lagrimas de la ciudad amurallada con la argamasa de sillas y mesas de refrescos.

Por eso, en los momentos más turbios, donde las tinieblas ganaron y el velo del templo sucumbió, donde la tierra tembló y los muertos en forma de miedos salieron de sus tumbas, es necesario mantener esa melancolía y encender la vela en las noches más oscuras de las noches, para que sirva de faro a los tuyos. La melancolía hermosa que en las notas de Font de Anta dibujan todo un pentagrama de ‘Amarguras’ mientras las puertas del templo de la única torre cierran cual sepulcro. Cuya piedra va rodando y haciendo surcos de dolor en el alma cobarde y triste de las tres negaciones. La melancolía hermosa de las calles vacías, a oscuras, tras el rastro de pequeñas andas con sonidos de letanía. La melancolía dibujada en el sudario al viento que quiere escapar de la cruz de todos nuestros pecados. La melancolía de las rosas de Pedro Luis Alonso mientras las escaleras que descienden a los infiernos se alejan entre plátanos orientales. La melancolía del todo está consumado. No hay más.

Me despido

Y como anticipé, me despido. Este año no he sido pies ni hombre de... ni cualquier metáfora de pregón callejero que sirva para nombrar al noble arte de empezar con el izquierdo. Me despido sin ruidos, sin adioses dolorosos ni aspavientos ni tragos amargos de senectud. Me despido con el firme propósito de ser uno más que entre la muchedumbre que te admira, simplemente lance un beso tras la señal de la cruz y que llegue a esas mejillas sonrojadas por las lágrimas. Me despido dejándote en buena compañía, que aunque muchos preguntaran por su nombre, no era otro que tu hijo y Tú, su Madre. Me despido en la necesidad de saber que si me llamas Tú, ahí estaré. Me despido entre paellas, olor a pino, cantes, dolores dolorosos, decepciones, amistad eterna y fe verdadera. Me despido como llevan despidiéndose generaciones entre la vía sacra, las curvas mal asfaltadas y los nuestros que ya no están bajo tu amparo. ¡Ay, virgencita niña, cómo se puede echar de menos teniéndote siempre a mi vera!

Mientras, solo queda encender la vela, arropar con un beso en la frente a los tuyos y dejar que la melancolía se disuelva en los sones de las campanas que llamen a la vigilia. Adiós.