Opinión | Tribuna

Por si acaso

Las estafas han surtido, tradicionalmente, efecto porque juegan con nuestras debilidades y emociones, de modo que nos da vergüenza tener que denunciarlas una vez consumado el delito

Muchos intentos de estafa llegan por redes sociales

Muchos intentos de estafa llegan por redes sociales / UNSPLASH

Cada día, sin faltar uno, recibo algún intento de estafa por correo electrónico, por mensaje o a través de las redes sociales en las que estoy dada de alta, malhaya este vicio de la comunicación.

Lleva años sucediendo, a tal velocidad, que las cartas nigerianas son ya arqueología próxima a habitar los museos y nos provocan, con su idioma macarrónico y su nula sutileza, una sonrisa cada vez que se nos aparecen en pantalla.

Pero, cuidado, si se siguen enviando es porque funcionan. Y, en algún lugar de este país nuestro donde ya disfrutamos de las apabullantes ventajas de la Inteligencia Artificial, hay alguien creyendo a pies juntillas que un príncipe africano va a venir a salvarla de la monotonía del barrio, que una educada viuda muchimillonaria le va a dejar una vastísima fortuna a cambio de que le adelante unos cientos de eurillos en gastos de notaría o que un apuesto exmarine va a compartir con ella pan, amor y fantasía.

¿Por qué no va a ser así, si sabemos, porque lo hemos visto, que la propietaria de L’Oreal casi deja todo lo suyo a un amigo con el que ni siquiera tuvo roce carnal? ¿No merecemos acaso los mortales nuestro cuento de hadas?

Eso creemos, sí, y queremos tenerlo a como dé lugar. Ahí están los casos recentísimos que nos mueven a pena, más que a risa, de un hombre y dos mujeres, hermanos, asesinados por no poder saldar una deuda contraída para que ellas pudieran enviar el oro y el moro a sus falsos enamorados. O la fan que creía estar siendo cortejada por Luis Miguel y llegó a enviarle 10.000 dólares al impostor sin titubear ni sospechar. O aquella otra señora que pensó que era novia de Brad Pitt y le entregó su corazón y cuanto había en su cuenta corriente.

Las estafas, tan viejas como el ser humano que las perpetra, han surtido, tradicionalmente, efecto porque juegan con nuestras debilidades y emociones, de modo que nos da vergüenza tener que denunciarlas una vez consumado el delito. Desde el timo de la estampita en sus muchas variantes hasta estos estafadores del amor, todos se han aprovechado de la mezcla de avaricia, necesidad económica o emocional e ingenuidad de las víctimas. Y, ya lo ven: lo siguen haciendo.

Pero ahora conviven con otros modelos que —permítanme la licencia— tienen mucha menos épica. Es tal su estilización, su recreación de la realidad, que podemos caer en la trampa hasta los que creemos que nos la sabemos todas.

Correos electrónicos que se envían desde dominios reales invitándote a pinchar en enlaces absolutamente creíbles. Mensajes y alertas desde los mismos números de la sucursal de tu banco, que te avisan de que estás siendo objeto de un robo y te animan a dar tus claves para evitarlo. Llamadas de tu compañía telefónica para avisarte de que te suben la tarifa y, generosa, darte la opción de que te llamen otras tres y te quedes con la mejor. Vídeos manipulados en los que famosos millonarios te invitan a que inviertas en criptomoneda…

Todo en este nuevo paradigma está hecho para estafarnos o que estafemos. Medio mundo timando al otro medio, en eso se va a resumir, más o menos, el avance imparable de la Inteligencia Artificial que no obedece a razones, porque es una hidra que tiene siete cabezas más por cada una que le cortes.

Ante esta lucha tan desigual no tengo, por desgracia, ningún consejo útil, más que lo obvio:

Si son ustedes de natural facineroso e inclinación al delito, únanse a los que estafan. Si, por el contrario, pertenecen a esa mayoría de gente educada para respetar las leyes, desconfíen de todo, hasta de lo que parece más inocuo. Por si acaso.

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