Opinión | Tribuna

El sectarismo como forma de hacer política

En las últimas semanas han proliferado los comentarios sobre el nivel (o, para ser más precisos, la falta de nivel) de los debates e interpretaciones que los miembros del Congreso de los Diputados y del Senado llevan a cabo durante sus intervenciones. Las denominadas «sesiones de control al Gobierno», establecidas en teoría para que el órgano parlamentario fiscalice y solicite rendición de cuentas al Ejecutivo, se han convertido en un diálogo de sordos donde los ataques personales, la falta de modales y la bronca entre los representantes del pueblo evidencian, no sólo la incapacidad de la institución parlamentaria para cumplir sus fines constitucionalmente encomendados, sino una degeneración política, social e institucional que debería alertarnos, si no avergonzarnos.

Paralelamente a lo anterior, se acrecientan las llamadas de atención ante el surgimiento de nuevos extremismos y populismos, cuando en realidad el problema no sólo estriba en la aparición de novedosas formaciones políticas con propuestas más radicales, sino en la evolución de los partidos políticos con dilatadas trayectorias hacia esos postulados más extremos. No supone sólo que el centro político se haya tornado inexistente, es que la comunicación y la posibilidad de entendimiento entre los bloques parece quebrada de tal modo que se impiden la formación de consensos y la consecución de objetivos comunes.

Obviamente, no faltan personas encantadas ante este panorama. Se sienten cómodas en la reyerta dialéctica y buscan constantemente herir al contrario. En la dinámica de «estás conmigo o contra mí», no hay lugar para la avenencia, de la misma forma que el que se sienta en el escaño de enfrente ya no es un adversario político, sino un enemigo. Cada vez aumentan quienes entienden la convivencia como la imposición de un bloque sobre otro, derrotándolo a todos los niveles. Y para lograr tal fin, mejor que ejercer una buena labor propia, procede restregar las miserias y debilidades del oponente.

En ese sentido, las crónicas parlamentarias que transmiten los medios de comunicación se asemejan más a un constante «meme», con el que los parlamentarios pretenden inundar las redes sociales, generando titulares con frases burlonas y cínicas, o promoviendo aplausos y abucheos de uno y otro sector del hemiciclo.

El artículo 103 del Reglamento del Congreso establece que los oradores serán llamados al orden «cuando profirieren palabras o vertieren conceptos ofensivos al decoro de la Cámara o de sus miembros, de las instituciones del Estado o de cualquiera otra persona o entidad», o cuando «faltaren a lo establecido para la buena marcha de las deliberaciones», o de cualquier otra forma «alteraren el orden de las sesiones». En sentido similar cursa el artículo 101 del Reglamento del Senado.

No obstante, el problema no radica en que se ofenda al decoro de la Cámara, sino en la carencia misma del propio decoro. En su reciente sentencia 25/2023, de 17 de abril, el Tribunal Constitucional ya manifestó lo complejo y difuso de definir el decoro y, sobre todo, de establecer los límites estrictos de dicho concepto. Mencionaba el TC que ese término, como cualquier palabra, posee un significado que evoluciona con el tiempo. Así, en el siglo XIX el decoro se entendía de forma diferente a la de doscientos años después por lo que, en gran medida, queda en manos de la Presidencia de la Cámara fijar esos límites, por lo que nos enfrentamos entonces a un nuevo problema: la cada vez más acusada falta de imparcialidad y profesionalidad en quién ocupa dicho cargo.

En cualquier caso, si verdaderamente se considera esta situación como un problema, se debe estudiar su origen para poder corregirlo. A mi juicio, constituye un factor determinante la creciente banalización de la función educativa, entendida como labor de formación de seres racionales, críticos y librepensadores. Cada vez resulta más acusada la tendencia a funcionar como sectas en diferentes ámbitos, ya sea en la religión, en la política, en el deporte o en la cultura. A los simpatizantes, forofos, adeptos o miembros de un determinado colectivo se les reclama obediencia y seguimiento ciego, basado en la pleitesía a un líder u organización y en la defenestración de cualquiera que ose cuestionar las decisiones adoptadas. Para ello, es necesario contar con personas que progresivamente piensen menos por sí mismas, carezcan de capacidad crítica y se limiten a situarse detrás de una bandera, de unas siglas o de un escudo para defenderlos con o sin razón, con o sin argumentos, frente a cualquier interlocutor. Recurriendo a un símil deportivo, se trata de ser menos libres y más «hooligans».

Otro ejemplo ilustrativo muy actual: en determinados círculos de poder, el hecho de criticar la actuación de Israel sobre territorio palestino equivale a convertirse en «antisemita» y odiar a los judíos. No se contempla la posibilidad de cuestionar la acción del gobierno israelí sin pasar a formar parte de los enemigos de todo el pueblo de Israel. Existen otros supuestos menos trascendentales, pero que responden al mismo paradigma, como el aficionado que sólo ve el penalti en el área del equipo contrario y nunca en la propia, o el espectador que defenestra una creación artística por los postulados personales de su autor, dejando a un lado la belleza y la calidad de la obra. Se ha llegado al extremo de promover vetos y boicots a actos académicos universitarios cuyos participantes no piensan como algunos consideran que se debe pensar.

Ser sectario (cuyo significado, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, se vincula a pertenecer a una secta) se alza como una práctica demasiado común en estos tiempos que corren, y en la que lo principal se reduce a seguir las directrices de un líder, sin realizar un previo análisis o un examen objetivo, sosegado y riguroso. Sigmund Freud decía: «Si dos individuos están siempre de acuerdo en todo, puedo asegurar que uno de los dos piensa por ambos», circunstancia que se evidencia cuando la totalidad de miembros de los grupos parlamentarios votan siempre a las órdenes de su portavoz, o cuando los partidarios de una formación política defienden por sistema a «los suyos» y nunca a los «contrarios».

O recuperamos la capacidad de la ciudadanía para formarse y pensar por sí misma, libre y racionalmente, o el sectarismo destruirá el Parlamentarismo y la manera correcta de entender la Democracia. Y, obviamente, ese objetivo pasa por la Educación que, como la Justicia, permanece eternamente relegada a un segundo plano para nuestros representantes políticos.

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