Opinión | EL PASEANTE

Animales por las calles

Existen accidentes íntimos a los que uno nunca se puede sustraer por más que quiera. En 1919, durante una estancia en Sevilla Casinos Assens invitó a Borges a un espectáculo flamenco, casi un acto de marginalidad propio de la vanguardia contra-cultural de aquellos entonces. Al finalizar, Cansinos le preguntó su opinión sobre el espectáculo. «Demasiado popular para mí», contestó. Nunca volvieron a hablar de ello

Jorge Luis Borges siempre mantuvo una relación compleja con esos apartados culturales ibéricos que todo hispanoamericano, bolivariano o españolista, alberga dentro de sí. De igual modo que todo español, por celta, moro o guanche que considere su ascendente fundamental, revela al romano que lo habita apenas el sol surge en el horizonte. Existen accidentes íntimos a los que uno nunca se puede sustraer por más que quiera. En 1919, durante una estancia en Sevilla Casinos Assens invitó a Borges a un espectáculo flamenco, casi un acto de marginalidad propio de la vanguardia contra-cultural de aquellos entonces. Al finalizar, Cansinos le preguntó su opinión sobre el espectáculo. «Demasiado popular para mí», contestó. Nunca volvieron a hablar de ello. No me resisto a desviarme para rememorar aquel día en que un joven poeta entregó un manuscrito a Don Jorge que, delante de él, comenzó a, no sé si, hojear u ojear. Tras varios minutos sumidos en un silencio incómodo, el poeta novel confesó, modesto, que tal vez algunos poemas no fueran buenos. «Sí, tuve pobre fortuna» concluyó Don Jorge Luis, siempre tan prendado por ese tipo de respuestas dulces pero tajantes, producto de su idealización de las formas corteses británicas que con tanta facilidad se diluyen en el pub cuando el hielo suena en el fondo del segundo gin-tonic, como bien sabemos los habitantes de estas costas. Cualquier personalidad exhibe sus aristas y múltiples facetas apenas sea estudiada con un poquito de detalle. Durante una entrevista, el ya muy mayor Borges se removió sobre su butaca cuando le preguntaron sus consideraciones acerca de la tauromaquia. Resumo: una crueldad en la que el torero, bien instruido y entrenado en una serie de estrategias y engaños, se enfrenta al instinto de un animal que, indefenso frente a tal despliegue de maniobras producto del ingenio humano, no tiene otra opción que la de sucumbir. Una actividad a la que el escritor no le hallaba ninguna honestidad por más que se adorne con oropeles y protocolos e, incluso, además, por eso mismo.

Cada quien cobija un yo íntimo que hereda, saben los dioses desde dónde y desde quiénes, y otro que cultiva y que exhibe ante el escaparate nuestro de cada día y que lo define frente a los demás. Como especie no sé muy bien con qué caras quedarme, si con esa que, en colectivo, exhibimos como Señor Hyde (el oculto) o con esa del doctor Jekyll que se pasea con la frente alta entre el júbilo de los bares diurnos. Fue esta gran bifurcación de caracteres la que inspiró a Cervantes el inicio de su Quijote. Así, por ejemplo, mientras una empresa intenta clonar mamuts, el Ayuntamiento de Málaga recibe ofertas de asociaciones de cazadores para matar unos jabalís que el propio ayuntamiento ha decidido ejecutar mediante arqueros; tales prácticas parecen piadosas, ecológicas y hasta habrá quien en su imaginación le otorgue a este uso de las flechas una nobleza épica con resabios de mitología clásica, o semejante a la de las llamadas artes taurinas. Personalmente, sólo puedo aplicar a este tipo de matanzas los argumentos con los que Borges calificó el toreo, llámense batidas, monterías o cualquier otro eufemismo. Cualquier especie representa un problema cuando nosotros, los supuestos racionales, hemos pervertido su relación con la naturaleza. Si no se hubiera exterminado al lobo, ni al lince, ni a las águilas, ni a los halcones, ni a los zorros, si no se hubiera consentido la introducción de jabalíes para que los socios de los cotos pudieran disfrutar disparando a un ser vivo por el simple gusto de hacerlo, sentados en su puesto de vigilancia, pertrechados con una máquina que impide cualquier defensa del animal, esto es, si no albergáramos esa parte tan cruel y depredadora sin sentido dentro de nosotros, no habría que organizar unos episodios tan irracionales y sanguinolentos como estos para la matanza de unos mamíferos, peligro en nuestro asfalto, igual que nosotros en sus campos y bosques.