Crónicas de Málaga

El jamón y el aceite como esencias de la patria andaluza

"Hay un andalucismo sentimental que crece hoy con fuerza entre los más jóvenes y que pronto pedirá un partido"

Imagen de la publicidad institucional que cubre la torre de la Equitativa.

Imagen de la publicidad institucional que cubre la torre de la Equitativa. / ÁLEX ZEA

José Antonio Sau

José Antonio Sau

Hoy es el día de Andalucía. Y, como buen andaluz, me suelo indignar bastante. Por ejemplo, en los últimos tiempos me he ofendido por los comentarios del presentador Pablo Motos sobre el dialecto o habla (más bien habría que decir hablas) andaluza. Me toca las narices que alguien llame cateto a un político por el mero hecho de ser malagueño y estoy que trino con la historia de Nutriscore, ya saben, ese semaforito con colorines que nos dice cuándo un alimento se pasa de frenada por sus ingredientes calóricos, un sistema que el ministerio que lleva el comunista malagueño Alberto Garzón quiere implantar en este país, aunque ya lo dijo el otro día: la empresa que no quiera estar, no tiene por qué ponerle esa etiqueta a sus productos. El caso es que Elías Bendodo y otros dirigentes populares han llenado las redes sociales durante días con fotos de sus respectivos desayunos, todos con jamón serrano y aceite de oliva entre los manjares elegidos, porque el sistema Nutriscore da una puntuación digamos que modesta a ambos productos patrios, esencia y gloria en los dos casos de esta y otras regiones del Sur, ahora puestas en solfa por la maniobra gubernamental. Y Garzón, que el otro día pasó un rato con el alcalde, dijo que no le gustan las formas de Bendodo, pero que este debe tomarse en serio el problema de la obesidad infantil, que está haciendo estragos entre los niños y, sobre todo, entre los que pertenecen, como siempre, a las capas con menor poder adquisitivo de Andalucía. El desayuno se ha convertido estos días, por tanto, en el espíritu de la patria andaluza, aunque otros dirían que lo definitorio de esta Andalucía nuestra es el ruido que provoca el roce de los zapatos de los costaleros al salir de una recoleta iglesia de un barrio cualquiera de Híspalis, o los dialectos andaluces que se derraman por una orografía coronada por montes y olivos y que desemboca en inmensas playas azules, o en los esteros de San Fernando o en las tardes suaves del invierno malagueño, o entre los muros de Alhambra o en el volcánico litoral de Cabo de Gata, en las coplas que febrero provoca cuando Cádiz se desgarra, en las dunas que rodean a la Virgen más milagrera de Despeñaperros para abajo o en el mar inmenso de los campos casi castellanos de Jaén. Resuena el eco andaluz en las riberas cordobesas del Guadalquivir. En todo eso y en los desayunos con aceite y jamón serrano, claro.

La esencia andaluza es buscada hoy por unos y por otros y el descafeinado andalucismo de bodega e iglesia que el socialismo soft adaptó a sus años de gobierno autonómico ha sido sucedido por tímidas invocaciones a Blas Infante, su bandera y su himno, y al llamamiento de que la verdadera esencia andaluza está precisamente en conjugar ese sentimiento con el orgullo de ser españoles. No es un mal razonamiento. Sin embargo, una pregunta me aflige desde hace años: ¿cómo es posible que la verdadera Andalucía nunca haya apostado de verdad y con fuerza suficiente por un verdadero andalucismo constitucional, progresista y moderado con el fin de darle la vuelta a una comunidad sumida en la miseria y el paro desde hace siglos? ¿Cómo es posible que aceptemos, año tras año, década tras década, que unos señoritos -y no me refiero a los políticos, que también- sustituyan a otros y se perpetúe la verdadera esencia andaluza que es la obligación de hincar el lomo frente a los del taco? Nos da igual vender el patrimonio, el horizonte o nuestra alma y luego votamos una y otra vez a los mismos partidos de siempre, que nos devuelven esa confianza con casos judiciales de corrupción, miseria e incapacidad para dos políticas esenciales que necesita esta tierra como el comer: una revolución educativa para que el andaluz no sea siempre el mayordomo o la chacha de cualquier serie producida más allá de Despeñaperros y Pablo Motos lo tenga difícil para hacer sus chistes, que en el fondo, por cierto, esconden, como los chascarrillos sobre los andaluces que se pronuncian de vez en cuando en Cataluña y en Madrid, una historia de dominación muy sucia que siempre ha pagado Andalucía con su sudor, su dinero y su sangre, y que ahora nos ha convertido en objeto de mofa. Y la segunda política esencial es la generación de empleo. Hace poco leí un interesante artículo sobre un nacionalismo andaluz sentimental que surge entre los jóvenes de esta tierra y que se expresa en letras de rap, pintadas callejeras, libros, canciones y que se derrama en las redes. Es un nacionalismo con ciertos rasgos anarquistas y que tiende a la disgregación. Esa generación aún no ha conectado con Blas Infante y su obra, ni con la lucha autonomista del pueblo andaluz, atacada ahora por quienes quieren volver al centralismo jacobino que siempre sostuvo la arquitectura institucional de un país que sólo evolucionó cuando se enfangó en la búsqueda del consenso y dejó a un lado a los extremistas y de mirarse al ombligo desde Madrid. Esa joven Andalucía que ha hecho de las coplas de Juan Carlos Aragón su santo y seña (antes fue Carlos Cano), que dice poemas rapeados envueltos en ritmos importados y que ahora hemos hecho nuestros, como siempre ocurrió, merece una apuesta política andalucista a su altura, una fuerza transformadora de la sociedad que permita que los andaluces no tengamos que pedir perdón por nuestro acento. O eso, o que los diputados y senadores de los partidos actuales, marcas nacionales, recuerden que han nacido en Andalucía y que el primer peaje a pagar por ocupar sus cargos es tratar de hacer más felices a los andaluces con educación, sanidad y, sobre todo, evitando que nuestros jóvenes se vayan de esta tierra. Ya nos toca.