Clásicos

Joyce, el eterno retorno del Ulises, la insurrección del clásico moderno

Nuevas ediciones celebran el primer centenario del libro más controvertido, ambicioso y presente de los últimos siglos. La novela que es todas las novelas, deformada en nuestros días entre la leyenda negra, el entusiasmo, la charanga erudita y cervecera, el mito y la negación

Celebración del Bloomsday en Dublín.

Celebración del Bloomsday en Dublín. / Lucas Martín

Lucas Martín

Ricardo Siri, b, uno de los representantes más inspirados del humorismo gráfico argentino, publicó hace años una tira cómica en la que un boxeador enclenque, y con pinta, por lo demás, de no haber conocido mujer u hombre y ni siquiera haber vivido mucho, se enfrentaba a un gigante de apariencia irreductible. Decía algo así como que aquello era el ring de la literatura y que, al púgil desmedrado, luego de la lectura triunfante de Dan Brown y de un par de tomos de autoayuda, no se le había ocurrido otra cosa que batirse en duelo desventajoso e insensato con un oponente que le habían recomendado y que, por supuesto, no era otro -sus músculos le delataban- que el ‘Ulises’, de James Joyce. Recuerdo que, en mi primera visita a Dublín, coincidente por azar con el sepelio multitudinario de Seamus Heaney, lo primero que me vino a la cabeza no fue una cita de ‘Retrato de un artista adolescente,’ sino el chiste de Liniers, que inesperadamente empezaba a rimar con algo que todavía hoy, y después de varios encuentros posteriores, me sigue llamando la atención: la abultada presencia del ‘Ulises’ en la vida cotidiana de la ciudad. Un libro con fama de indescifrable, tildado, como pocos, de exclusivo, que, sin embargo, se transforma día a día en el emblema, junto a la melancolía y la cerveza negra, con el que más se identifican los dublineses, con independencia de sus preferencias recreativas y de su predisposición social. Y con un rastro que se extiende desde la arquitectura y las competiciones deportivas a la única fiesta capaz de rivalizar en espíritu con las francachelas etílicas de San Patricio: el suntuosamente joyceano y carnavalesco ‘Bloomsday’.

A Nora Bernacle, la omnipresente compañera y musa a plazo fijo de Joyce, que una vez reprochó a su marido que no escribiera para la gente común, frase tan tierna como engañosa, cuando no sociológicamente incomprensible, la popularidad de la literatura de su esposo en ambientes tan ajenos a los centros de estudios y los círculos de escritores le habría causado conmoción. No sólo porque, como confesó, y a pesar de su apoyo infatigable, jamás había podido pasar de las primeras veintisiete páginas, incluida la portada, del ‘Ulises’, sino porque en este caso no hablamos de una de las oportunistas trampas para turistas que tanto abundan en la posmodernidad. La gran paradoja que se achaca a la leyenda del libro es, al mismo tiempo, su mayor fuente de justificación y coherencia. Porque al igual que el ‘Ulises’ se nutre del juego de contrarios, incorporando lo sagrado y lo pedestre, la lengua y los modos ambientales y la cultura enciclopédica, dando paso a una gloriosa y tragicómica épica de la banalidad, la ciudad le devuelve el marcaje, dejándose empapar por esa cúspide inasible que es la magna obra del autor, que está admirablemente viva hasta en lo que parece darle la espalda, por más que a muchos les guste recordar que la mayoría de los que se disfrazan de sus personajes en el Bloomsday y participan de su epílogo verbenero jamás han leído una sola línea de Joyce. Como si eso fuera a decir mucho y no resultara equiparable a los que se fotografían con la calavera sin abrir un Shakespeare o a los que, conocedores meramente funcionales del Quijote, se entregan al vino de Valdepeñas torturando a burros y con la cabeza amarrada en un bacín. Una novela, esta última, la de Cervantes, que al igual que el ‘Ulises’, supone una de las cumbres humorísticas de la escritura occidental. Y que también representa un fin de época y una nueva y desesperada aurora para el lenguaje; la parodia necesaria de lo que ya no vale y está condenado a estallar.

Decía Ezra Pound que el ‘Ulises’, en términos, incluso, existenciales, significaba el inicio de una nueva era. Joyce contestaba a los detractores de la novela, tan pesados y cenizos, en general, como sus acólitos, con una sentencia que todo el mundo conoce, pero que sorpresivamente son pocos los que interpretan reparando en su elocuente ironía: «Es para tener ocupados a los críticos durante los próximos trescientos años». De momento, ha pasado un siglo. Y España, que es, junto a Irlanda, el único país del mundo en el que se podría haber ambientado el ‘Ulises’, lo celebra con tres ediciones memorables: la de Lumen, con prólogo de Andreu Jaume y en la versión premiada de José María Valverde; la de Cátedra, con María Luisa Venegas Lagüéns y el muy joyceano Francisco García Tortosa como responsables; y la de Galaxia Gutenberg, que recupera la primera traducción, del argentino José Salas Subirat, y le añade las ilustraciones de Eduardo Arroyo. Un triunvirato de fina cocina editorial, para disfrutar preferentemente en conjunto, pero que, en el fondo, no deja de ser más que el Madison Square Garden de un cuadrilátero en el que lo único que importa es la diatriba con el forzudo. Resulta curioso mencionar las edades del ‘Ulises’, que si la conmemoración, que si los famosos tres siglos, cuando se trata de una novela que, pese a su radical vigencia, sigue siendo un fiel reflejo de su época. Un tiempo en el que el hombre reclamaba una nueva forma de verse a sí mismo, agotado en las fórmulas decimonónicas y en el lenguaje, que es el verdadero protagonista del libro. Lenguaje que se convierte en experiencia y que es el vehículo de un sistema de contradicciones resuelto con maestría, las que atañen al mundo y a su designación, a la vida interior y exterior, e, incluso, al cisma entre mente y cuerpo; la humanidad que es pensamiento y palabra, pero también carne, muerte, espíritu y hasta groseros fluidos.

Paradojas que Joyce, lejos de negar, convirtió en un inigualable y satírico monumento. Incluida su Irlanda, cuyo idioma despreciaba, pero que, en origen, como decía Robert Graves, parte de una cultura con un alfabeto, el druídico, construido con nombres de árboles. Letras que eran cosas vivas. Pueden regirse por el calendario que prefieran. Leer o no leer el ‘Ulises’. Ignorarlo, si desean. Ustedes se lo pierden. Especialmente, si son aficionados a la poesía. Pero, aunque no quieran saber nada, es un libro que les contiene. A lo que son, lo que dicen. Joyce es usted. Ulises es el mundo.