Rally de Llanes

Atarse los cordones y volar

Subimos a la derecha de Óscar Palomo para vivir, en nuestras carnes, la experiencia de ser copiloto.

Atarse los cordones y volar

Atarse los cordones y volar

Elena M. Chorén

No sabía atarme ni los cordones del calzado reglamentario. Y, aunque parezca una tontería, todo empieza por ahí. Hay que meterlos por la cinta del botín que se abraza al tobillo para que no haya ningún cabo suelto. Es la base de todo, que nada quede sin atar, que todo esté controlado. Cuando haces de copiloto por un día lo entiendes: el mundo del motor nada tiene que ver con lo que se ve desde fuera, con la neverina por los praos. Hay trabajo, reglas, estrategia, tesón, frustraciones y muchas ganas. Empecemos por el principio.

Uniformada para la ocasión (ropa ignífuga, mono y casco) y con los cordones bien atados, tocó meterse en el interior del coche. Entre las barras antivuelco, tocando casi el suelo, estaba mi asiento. Perdón, baquet. Parece complicado entrar, pero una vez allí, hay bastante espacio. Te anclan al asiento como se sujeta a un niño en la silla de viaje; por cuatro puntos diferentes. Y empieza la fiesta.

En el Peugeot 208 Rally4 del madrileño Óscar Palomo todo va a mil por hora. Son apenas unos minutos de velocidad para los que hay que trabajar mucho y tomar decisiones. El quebradero de cabeza de Palomo las horas previas al rally de Llanes era elegir bien los neumáticos. Me subí con él para hacer el tramo donde los pilotos llevaron a cabo los test previos a la carrera. Un circuito rápido, con curvas y un llamativo cambio de rasante; de esos en los que el estómago sube a la boca.

Para alguien como yo, ajena al mundo del motor, subirse en un coche de rally resulta tan impactante como una montaña rusa. En décimas de segundo tomas gran velocidad y, al instante, te quedas clavado en una frenada. «Así todo el rato», bromea Palomo al explicarme la dinámica del tramo. También me indica para qué valen los botones del coche. Donde va la radio en los turismos convencionales, ellos tienen las teclas con las que cambian el modo de conducción una vez entran en tramo. «El coche anda más así», apunta. Bajo los pies lo pude sentir. El vehículo se volvió rabioso. Controlarlo a partir de ahí fue cosa de Palomo, que movía rápido el volante y accionaba la palanca de cambios sin parar.

En mi campo de visión, la carretera desaparecía sin darme tiempo a apreciarla. Solo los colores de las camisetas y sudaderas de la afición en las curvas clave se distinguían en la acuarela verde y gris que se diluía ante nosotros. «Igualito que un coche de calle, ¿verdad?». Fue su primer comentario cuando volvimos a la calma y circulábamos por autovía de regreso al parque cerrado donde esperaba el equipo. Mi respuesta: «No tiene nada que ver». Es más incómodo –es imposible despegarse del asiento ni para rascarse el tobillo– que un turismo, pero infinitamente más divertido.

¿Qué tiene que tener un buen copiloto?

«Tranquilidad y seguridad», responde. «Me guío por sensaciones y aunque lo esté haciendo fatal en un tramo, necesito que mi copiloto me transmita seguridad; la sensación de que todo está bien», apunta Palomo.

El balance tras «el viaje» de copiloto es positivo. Me quedo con tres cosas. La primera, el gran trabajo que hay detrás de cada piloto (no es solo correr y ya). La segunda, la grata noticia de que nadie se sorprenda ya al ver a una mujer interesada en «estos mundos». Para ir del copiloto importa el peso, no el sexo. La tercera, una frase de la madre de Óscar Palomo: «Tú no corras mucho, pero gana».